jueves, 2 de septiembre de 2010

PORTADAS LIBROS DIGITALES

VALOR POR TÍTULO DIGITAL $ 2.000.=

sábado, 31 de enero de 2009

LOCALES DE VENTA LIBRO "MORANDÉ 8O"

(La Moneda en llamas)


LOCALES EN QUE ESTÁ A LA VENTA EL LIBRO
"MORANDÉ 80: ACCESO OCULTO HACIA LA
HISTORIA"

EN SANTIAGO.

LIBRERÍA CHILENA
Huérfanos N° 686 (Esquina Mac-Iver)

VALDIVIA:
Chiloé Libros Ltda.
Caupolicán N° 410
Valdivia.

CASTRO:
Libros Chiloé Ltda.
Calle Thompson
Castro.

viernes, 19 de diciembre de 2008

LANZAMIENTO DE "MORANDÉ 80"

Jerónimo Ortúzar anuncia al diputado JAIME MULET MARTÍNEZ, quién presentaría el libro "MORANDÉ 80"









LANZAMIENTO DEL LIBRO

"MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA".



El martes 9 de diciembre se llevó a cabo en el HOTEL DIRECTOR, en un acto de carácter netamente cultural, el lanzamiento del libro "MORANDÉ 80", escrito por Víctor Catalán Polanco, el que fue presentado por el Presidente del Partido Regionalista Independiente (P.R.I.) , diputado Jaime Mulet Martínez, ante una audiencia donde estuvieron presentes dirigentes políticos; camaradas de armas del autor y amistadas de todo el espectro político.

martes, 2 de diciembre de 2008

INVITACIÓN PRESENTACIÓN LIBRO "MORANDÉ 80"

PUERTA MORANDÉ 80 DEL PALACIO DE LA MONEDA

VÍCTOR CATALÁN POLANCO, Oficial ® de Ejército, saluda atentamente a usted y tiene el agrado de invitarle cordialmente al lanzamiento de su libro “MORANDÉ 80” que se llevará a cabo, el martes 9 de diciembre a las 20,00 horas, en los salones del Hotel Director (Vitacura N° 3600), y que será presentado por el H. Diputado don Jaime Mulet Martínez .
CATALÁN, desde ya agradece su asistencia que permitirá darle un mayor realce a un acto tan significativo para él.

Santiago, diciembre de 2008

MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA





“MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA”

"La ley de la historia consiste en no decir nada que sea falso ni ocultar nada que sea verdadero". (Cornelio Tácito, historiador latino ¿55-120?)

PRÓLOGO


“MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA”, de Víctor Catalán Polanco, sin duda no es una novela de lectura fácil que lleve al lector por senderos de fantasía, donde se entrecruzan héroes y villanos; mujeres hermosas y más de alguna taberna donde se fraguan historias inconfesables inspiradas en los vapores del alcohol. No. La obra es un ensayo acabado, serio y de gran profundidad sobre nuestra historia patria observada desde la perspectiva del pensamiento que pudiésemos denominar ‘tradicional’ de nuestras fuerzas armadas y de sus conocidas -aun cuando pocas veces mencionadas en forma sistemática - incursiones en la vida política de la nación: desfilan así por estas páginas, dignas de una investigación académica de postgrado, la Milicia Republicana, la matanza del Seguro Obrero, la Línea Recta, el tacnazo, el tanquetazo que fuera expresión de las intenciones del Regimiento Blindado Nº 2 a pocos días del 11 de Septiembre de 1973. Ciertamente que entre otras actividades de esta índole - más bien variadas otras -, que por cierto no escapan al ojo avizor y documentado del autor. Tal vez sea ésta la más completa recopilación de las aventuras políticas de los cuerpos armados que llevó al jurista y hombre público Pablo Rodríguez Grez a sostener, en el prefacio de su obra “El mito de la democracia en Chile” que en nuestro país “jamás ha existido un régimen democrático de acuerdo al concepto verdadero del vocablo”, destacando, en esa ocasión, que “las dolorosas lecciones que nos impone el pasado deben ser el fundamento de lo que anhelamos construir en el futuro”.
Magistrales son las descripciones que Catalán Polanco hace de la ciudad capital de los años 50, y educativas sus explicaciones de las utopías anarquista y nacionalista, para culminar en una sentencia lapidaria que, sin embargo, posee una vigencia perdurable en el tiempo, para mal de todos nosotros: “Nadie puede poner en duda - nos dice el autor - que los partidos políticos fueron, son y seguirán siendo sólo grupos oligárquicos, más interesados en el poder que en el bienestar ciudadano, y que sólo subsisten en virtud de una legislación creada por ellos mismos para preservarse”.
El texto asume, en ocasiones, ribetes de un acabado análisis sociológico, tanto cuando refiere las conductas de los ‘garantes de la soberanía patria, como al formular una magnífica descripción de los modos de actuar del terrorismo, al que no es ajeno, ciertamente, el XXII Congreso General del Partido Socialista llevado a efecto en la histórica ciudad de Chillán en 1967, donde se convoca al pueblo a asumir las armas para efectuar los profundos cambios que la sociedad entonces reclamaba. A punta de balas y fusil el país debería transformarse en otro, ajeno y distinto, mejor para algunos; intolerable para muchos. Era la siembra fecunda de los gérmenes marxistas de la intolerancia, del caos y del desgobierno de comienzos de la década de los 70.
Era el inicio de aquellos ‘negros nubarrones que comenzaron a oscurecer el cielo patrio’, donde el insulto, la grosería, el desprecio por los valores esenciales de la nacionalidad; la ocupación violenta de la propiedad privada; los ataques a los medios de comunicación; el desabastecimiento de los bienes esenciales para la subsistencia familiar; la inflación anual que superaba el 300%; el irrespeto por la autoridad, las instituciones y las jerarquías; el incumplimiento de los fallos judiciales, y otras ‘proezas’ marxistas de semejante índole, se habían entronizado en nuestro suelo por hordas armadas, insurrectas, que sobrepasando al propio Jefe del Estado o incorporadas a sus estamentos más cercanos se desplazaban arrasándolo todo, vejando lo más sagrado de nuestras tradiciones democráticas y culturales. Eran los albores de ese Once tan esperado por tantos, y tan temido por otros. Porque, como señala el autor, “la arrogancia revolucionaria fue el camino que los condujo a la derrota”… algo así como esa otra soberbia, esa ‘Fatal Arrogancia’ de que nos habla el Nóbel de Economía Friedrich Von Hayek, al referirse a los planificadores centralizados de toda la vida económica y social de los pueblos… arrogancia también ésta que terminó en el dolor, el hambre y la pobreza de los pueblos que debieron sufrirla por algo más de los mil aciagos días nuestros…
Documentos de especial interés histórico se insertan íntegramente en el libro que comentamos: la carta del ex Presidente de la República don Eduardo Frei Montalva a Mariano Rumor, entonces Presidente de la Unión Mundial Democratacristiana; o la intervención del hoy ex Presidente don Patricio Aylwin Azócar en el Senado de la República; o el oficio de la Cámara de Diputados representando al Jefe del Estado y a sus ministros el grave quebrantamiento del orden institucional y legal de la República, entre tantos otros que hacen de la obra un ensayo que es, al mismo tiempo, un compendio histórico de proporciones. Investigadores, académicos, analistas políticos, estudiantes universitarios, encontrarán en ella un caudal inagotable de informaciones veraces y auténticas cuya compilación es ardua tarea. Tal vez algunos políticos puedan encontrar reproducidas muchas de sus actitudes y ello los conduzca a variar los caminos de colisión sustituyéndolos por los de encuentro. Porque como anotara Pablo Rodríguez en la obra mencionada con anterioridad, “quienes desconocen la historia no pueden proyectar el porvenir”. La proclama de las fuerzas armadas, leída el Once de Septiembre por el General Roberto Guillard Marinot, transcrita fielmente en el ensayo que comentamos, es una advertencia seria y permanente a la entronización del socialismo marxista vestido de piel democrática en los países de sólidas tradiciones libertarias como el nuestro, donde el estado de derecho es la base y el fundamento de una sana convivencia social, económica e institucional.
Los últimos momentos vividos en el Palacio de La Moneda reflejan el dramatismo de un final insoslayable, donde el autor - inspirado sin duda alguna en su percepción intuitiva del alma humana - reflexiona sobre los pensamientos que pudieron haber atormentado la mente del Presidente Allende: “En esos momentos debió haber visto con claridad – nos dice - la otra cara de la medalla, aquella cuando la legalidad es sobrepasada, cuando no hay a quién recurrir, cuando no hay donde ampararse, cuando la desesperación y la impotencia invaden a aquellos que son violentados en sus derechos y expulsados de sus posesiones por la fuerza…”. “Cuando ha llegado el momento en que los Poderes no son obedecidos, cuando el acuerdo social se ha roto y el imperio de la ley se ha perdido”. Recuerdo haber escrito, hace algunos años, que en mis personales creencias sobrenaturales, pienso que al momento de morir la vida que hemos llevado es íntimamente juzgada por nosotros mismos, para lo cual Dios nos ha provisto de un estado de alerta consciente de alta perfección que es capaz de indicarnos con claridad si hemos actuado bien o mal en cada una de las instancias de nuestra vida. De este juzgamiento deriva nuestro cielo y nuestro infierno. ¿Será a esto a lo que se refiere Víctor Catalán? O, ¿tal vez su mención haya sido hecha a esa memoria consciente que, como la ráfaga de la metralla que acabaría con su vida, por la mente de Salvador Allende cruzaron veloces todos aquellos errores que con ahínco había buscado sublimar como gesta heroica y que, con la sabiduría que brinda la muerte cercana, recién vino a advertir como sus infinitas equivocaciones políticas, económicas, administrativas y humanas?
En la misma forma en que el autor es drástico y punzante en sus opiniones sobre el gobierno marxista, lo es para referirse a los errores de las nuevas autoridades militares: la inmediata creación de un organismo encargado de la seguridad y el desarrollo nacionales – la DINA - y de una Comisión designada para aunar criterios y acelerar los procesos incoados en los consejos de guerra - luego denominada ‘caravana de la muerte’ por el ingenio popular y periodístico -, fueron, en el juicio certero de Catalán Polanco, resoluciones de funestas consecuencias para nuestras fuerzas armadas. La primera de esas determinaciones lleva al autor a efectuar una reseña, breve pero muy completa, de las andanzas de la tristemente famosa Policía Secreta del Estado Alemán, “la Geheime Staats-Polizei, conocida como la temida GESTAPO … creada por Hitler y organizada por Heinrich Himmler … con su sucesión de muertes dudosas de generales que habían expresado una opinión contraria a su infiltración en todos los estamentos de la defensa nacional alemana; donde fueron frecuentes los ataques cardíacos repentinos sin patologías previas, o las sucesivas caídas de aviones… entre tantas y tantas acciones criminales que el tiempo fue dejando al descubierto, como siempre suele ocurrir con todas las cosas, porque al parecer la Verdad es una guerrera incansable e indomable que siempre termina imponiéndose, a veces solapadamente, otras, a sangre y fuego… con molestia de muchos y la odiosidad de otros tantos. Lo curioso de estas cualidades de la Verdad es que lleva a algunos a no querer verla, a negarla, a decir que no existe, que no está… que su visión son sólo desvaríos de mentes enfermas, así como la de ellos mismos…
La pluma de Catalán Polanco se torna punzante y temiblemente veraz cuando recuerda la mitología griega y a su protagonista Caronte, imagen misma de la muerte y sus rigores, encarnada en el viejo nervudo de ojos sombríos y secos; ‘verdugo al servicio de los poderes del infierno’: Caronte, sociedad comercial con gestión en Panamá, encargada de financiar ‘ciertas’ actividades de la DINA, como podría haberlo sido el Ejército paralelo, organizado con estructura propia y recursos suficientes. Demoníaco. Como demoníacas fueron las motivaciones sociológicas, ideológicas, y de variada índole que le dieron origen y le llevaron a infiltrarse en todos los sectores de la nación y a extender sus tentáculos incluso fuera de sus fronteras territoriales: “…cuando el fanatismo suplantó a la razón, cuando el sectarismo ideológico obnubiló el entendimiento y cuando invadió y amenazó con destruir hasta los cimientos mismos los núcleos familiares…”. ‘Una cosa por otra’, como por tanto tiempo se ha sostenido… y muchos lo hemos repetido, sin detenernos siquiera un instante a reflexionar en que en la vida civilizada existen jerarquías valóricas, morales, éticas, humanas… que hay principios inmutables que nada puede justificar su avasallamiento.
Y esa misma pluma conmueve el alma cuando habla de la frustración de los sueños de tantos jóvenes que ingresaron a los institutos armados, plenos de ilusiones de un desempeño brillante al servicio de la patria, que hoy esperan largas condenas tras las rejas de cárceles que debieron ser improvisadas para ellos, por haber dado cumplimiento a las claras y precisas instrucciones del mando, motivadas, a su vez, por las torpes ideologías que habían conducido al país al caos y la miseria, material y espiritual de fines de los 60 y comienzos de la década insurrecta.
La obra del autor es, como lo señaláramos, un ensayo de vastas proporciones, en cuanto convoca a la más profunda y sincera reflexión a quienes tienen la elevación moral necesaria para ello. Es un trabajo de investigación de alto nivel y sus páginas debieran constituir una guía para políticos e idealistas utópicos; para nuestras fuerzas armadas y, muy particularmente, para quienes - en ambos bandos - han tenido que sufrir las dolorosas consecuencias de un desencuentro fratricida que unos contribuyeron a desencadenar y que otros excedieron en reprimir.

Santiago, 31 de Julio de 2003.-


Mónica Madariaga Gutiérrez
Abogado
Ex Ministra de Educación y de Justicia
del Gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden.




PALABRAS DEL AUTOR.

Debo, primero, dejar claramente establecido que durante la década de los años sesenta y principios de los setenta fui, cien por cien, proclive a una intervención militar, por el manifiesto y creciente deterioro que experimentaba el sistema político imperante y por considerar que un régimen militar era la única fuente posible de la que podía emerger una solución equilibrada y justa para un país tercermundista y permanentemente en el subdesarrollo. Creo que el tiempo me dio medianamente la razón.
No es ésta una justificación personal por mi forma de pensar, ni tampoco una defensa a ultranza de los errores, y si se quiere delitos, en que el gobierno militar autoritario pudo haber incurrido durante su gestión, aunque llame profundamente la atención la forma en que los sectores políticos involucrados han ido enfrentando las secuelas de los hechos producidos a raíz del pronunciamiento militar de 1973, olvidando, deliberadamente, las causas de la intervención, que no fueron otras que la consecuencia de sus propias inconsecuencias y de la incompetencia de los partidos y sus protagonistas para preservar un sistema que persisten en mal llamar democrático, hoy restaurado por los mismos que, sentados en el banquillo de los acusados, son juzgados por los verdaderos culpables del entonces supuesto quiebre institucional, que hoy se erigen como jueces.
Mientras, por un lado, el de los supuestos ofendidos, se promueve un abundante material propagandístico que ha invadido los campos de las artes en todas sus áreas, por el otro lado se guarda un silencio que para algunos pudiera ser de significación culpable. En la literatura, por ejemplo, se divulgan profusamente textos que no difieren principalmente unos de otros, con el mismo fin publicitario, sacrificándose la verdad histórica en aras de intereses partidistas.
Sin pretensiones literarias que me distraigan de la satisfacción de intentar exponer una visión histórica ajena a intereses personales, con la objetividad propia del ciudadano común y corriente, me he embarcado en éste libro, plenamente consciente de las dificultades que debemos superar quiénes, los que como yo, no tienen la facilidad para trasladar pensamientos e ideas a la expresión escrita.
“Los Zarpazos del Puma”; “La Historia Oculta del Régimen Militar”; “El Último Día de Salvador Allende”; “Chile, La Memoria Prohibida”; “La Misión era Matar”; “La Conjura”; “Pruebas a la Vista” (La Caravana de la Muerte) entre otras, son algunas de las obras, a las que se agregan numerosos testimonios y memorias de protagonistas de la época que se suman a lo mucho que ya ha dicho un mismo sector sobre un mismo tema. Es una amplia gama de publicaciones, presuntamente fruto de acuciosas investigaciones, que los historiadores tendrán a su disposición para cuando con seriedad y objetividad haya que escribir sobre lo acaecido a Chile en la segunda mitad del siglo XX. Muy poco o nada habrá, sin embargo, que rebata el cúmulo de acusaciones que se ciernen sobre las Fuerzas Armadas y Carabineros, salvo el libro, del General Manuel Contreras Sepúlveda, sobre la existencia de un Ejército Guerrillero, que no-suma nada de importancia significativa a lo ya conocido, como podrían haber supuesto las expectativas de los más optimistas.
Todas las publicaciones han sido escritas por personas que, de una u otra manera, estuvieron involucradas en los hechos, ya sea como exiliados, encausados, vinculados familiarmente con víctimas o como proscritos política e ideológicamente por el régimen militar.
Debo reconocer que hasta ahora hemos sido pusilánimes para enfrentar con honestidad uno de los tramos más terribles de nuestra historia.
El silencio de los actores señalados como culpables, amparados en equivocadas concepciones de la lealtad, ha dado margen suficiente para que proliferen escritos sobre los mismos hechos narrados con terminología diferente que, en su esencia, nada nuevo aportan y que, por el contrario, algunos parecieran ser sólo copias de otros. Una simple y rápida investigación así lo confirma.
El Cuerpo de Generales y Almirantes en Retiro, llamados a ser la voz que estremezca a Chile en defensa de los subalternos inculpados y a señalar los caminos que la historia y las verdaderas lealtades a la Patria y a las Instituciones de la Defensa Nacional reclaman, se sumergen en una prudencia mal entendida y en la timidez propia que a algunos les permitió llegar a generales.
El homicidio del recién egresado Subteniente Héctor Lacamprette; el del ex Ministro Edmundo Pérez Zujovic; el del edecán naval, Capitán de Fragata Arturo Araya Peteers; las escuelas y los campos de entrenamiento guerrillero; las tomas de terrenos; los acuerdos políticos para la toma del poder total por medio de la vía violenta; las declaraciones y los llamados a la creación de organizaciones violentistas; el ingreso de revolucionarios marxistas extranjeros; las acciones contra los bancos, llamadas expropiaciones; los cordones industriales; la internación de armas; los resquicios legales para burlar las resoluciones legislativas o los dictámenes de los tribunales de justicia; los llamados a la insubordinación del personal militar; todos, hechos previos al 11 de septiembre, parecieran que fueron solamente fruto exclusivo de una singular imaginación y por ello, quizás, quienes tenían como obligación la de actuar para preservar el entonces llamado sistema democrático, no lo hicieron.
Con una desvergüenza rayana en lo increíble, partidos y políticos de entonces, hoy se constituyen en jueces y, con una cobardía moral sin límites, se niegan a asumir las responsabilidades que les cupo por haber sumido al país entero en una vorágine de violencia que ellos, con su incapacidad, provocaron, y de la que otros pretendieron sacar provecho.
A más de treinta años de la intervención militar, aún nos debatimos entre corrientes que hacen inalcanzable cualquier acercamiento o conciliación, por la pusilanimidad de unos y la irresponsabilidad moral de los otros.
“Dobla la cerviz - ¡Oh, fiero guerrero! - y ama lo que has odiado y odia lo que has amado”, fueron las palabras del Papa León III al coronar Emperador de Occidente, en el año 800, a Carlomagno. Aman la paz los que preconizaron la violencia y, algunos de los que golpearon las puertas de los cuarteles, hoy día buscan justificaciones, mientras con hipócritas sonrisas restriegan sus manos con el “si, pero”, a flor de labios.
Pareciera que todo fluyera fácilmente, pero no es así. Cuando quise aventurarme en este terreno desconocido y traté de investigar lo que una cáfila ha sostenido que sí lo hizo y que ha transcrito testimonios para avalar sus dichos, me encontré con una pared imposible de soslayar que me ha privado de argumentar con una mayor solidez. Amparados, los unos, en una incomprensible concepción de la lealtad, no trepidan en sacrificar el prestigio de una institución para proteger a los otros que, con una también incomprensible lealtad, guardan culpable silencio, aunque ello implique que sus subalternos sean crucificados.
En efecto, al intentar investigar entre quienes fueron protagonistas o testigos, desde las filas castrenses, de los hechos que se denuncian como terrorismo de Estado o como violaciones a los derechos humanos, para poder así esgrimir una defensa, una justificación a lo que parcialmente se dice que ocurrió o, simplemente, para con objetividad hacer público las circunstancias y el cómo se desencadenaron los hechos que sitúan en el banquillo de los acusados a personal militar, en aquél entonces subalterno, me encontré con un muro impenetrable de silencio.
Y no es sólo el silencio el que entorpece la tarea, es también un manto de temor que pareciera envolver a los que hoy, ya despojados de sus uniformes, se sienten abandonados, arrinconados y objetos de la vindicta pública, producto de la feroz campaña en su contra desatada por las organizaciones políticas, en especial por las internacionales, y por sus agentes generosamente remunerados y distribuidos por el mundo entero. Y este temor se huele, se percibe en el ambiente, y cobra vida cuando, al intentar adentrarme en los recovecos de lo ocurrido, se me advierte que sería peligroso para ellos y para mí hacerlo, y se escudan en que lo que pueda decir tiene mucho más valor y más relevancia, por el hecho de ser ex uniformado, que lo que digan periodistas como la señora Patricia Verdugo, el señor Jorge Escalante, el señor Ascanio Cavallo, la señora Mónica González, o cualquier otro civil.
Personalmente, sin embargo, no lo entiendo así, puesto que los ex militares tienen una mayor y más real posibilidad de poder ponerse en el lugar de los actores uniformados y de entender la conducta asumida por ellos, así como también presumir los objetivos o las intenciones que perseguían quienes impartieron las órdenes.
Sabemos que el soldado está habituado a proceder de acuerdo a las órdenes recibidas de su superior jerárquico, porque así, desde sus tiempos de recluta, se lo han enseñado e inculcado con tal persistencia que el concepto de la disciplina penetra en su conciencia y se anida y apodera de ella hasta formar parte de su “yo” íntimo, profundo e insondable. El soldado sabe y siente que las órdenes debe cumplirlas, sin tener para nada en cuenta sus personales deseos ni sus más privadas convicciones. Su coraje, es un coraje muy propio, muy especial, algo muy distinto y muy lejano del valor puramente militar frente al enemigo, es el ZIVILCOURAGE del que habla Curt Riess en su libro “Gloria y ocaso de los Generales Alemanes”.
La finalidad de ésta observación histórica es contribuir a la reconciliación, pero es aquí donde discrepo con otros sectores que dicen tener el mismo objetivo, y por eso quiero que esos sectores no se equivoquen ni confundan las intenciones con debilidad o con una claudicación, dado que existe la convicción más absoluta que la reconciliación no puede lograrse con la sumisión de unos a los dictados o a las imposiciones de los otros.
Pero, debo dejar establecido que en nada contribuye a la reconciliación cuando los representantes de las organizaciones políticas se refieren al Gobierno Militar, según sea el caso o el interés que persigan, en forma majadera y despectiva, con términos tales como la Dictadura; la Tiranía; el Terrorismo de Estado; la Violación de los Derechos Humanos; el Costo Social, etc., mientras cada 11 de septiembre, sectores políticos de diferentes signos hacen llamados a movilizarse, a poner flores, encender velas y realizar marchas en conmemoración a su holocausto, para que cada 12 amanezca con una visión vandálica dejada como estela de esas movilizaciones, con semáforos destruidos, vehículos de la locomoción colectiva y particular incendiados, locales comerciales arrasados y saqueados, carabineros y civiles heridos, barricadas callejeras humeantes, etc., en tanto las autoridades responsables de la paz social, dan pobres explicaciones sindicando a delincuentes comunes infiltrados, sin vinculación política, como los causantes de los desordenes, en un claro y manifiesto reconocimiento de la incapacidad para garantizar la tranquilidad de la población. Ésta incapacidad, al margen de ser un atentado a los derechos de las personas y a la seguridad de la población civil, revive peligrosamente hechos que por experiencia debieran estar controlados.
Tampoco contribuye a la reconciliación cuando, a raíz de la inauguración del Memorial en recuerdo de los mártires de las Instituciones Armadas que cayeron víctimas de la guerra ideológica desatada - que para algunos no existió, pero de cuyo resultado dan testimonio las placas con los nombres de los que, tal como lo juraron, rindieron sus vidas por la Patria - políticos profesionales, como el señor Patricio Aylwin Azócar y el diputado señor Ricardo Hormazábal - presidente, éste último, por aquellos días, de la Democracia Cristiana - en concurrida conferencia de prensa hayan tenido la osadía de politizar dolorosos recuerdos al sostener que el acto en cuestión - realizado en la Fundación Pinochet con la presencia del General y ex Presidente de la República, de personal en retiro de las Fuerzas Armadas, de delegaciones de personal en servicio activo de la Defensa Nacional, de personalidades políticas que colaboraron con el Gobierno Militar, de una multitud de anónimos, fieles y leales seguidores de la figura militar y política más relevante del siglo XX y, principalmente, de los acongojados deudos de los mártires - tenía como propósito de la derecha publicitar - como si ello hubiese sido necesario - al General Augusto Pinochet, y le restaran importancia a un acto tan solemne en memoria a los caídos en enfrentamientos fratricidas, en los que ellos mismos tuvieron una gran cuota de responsabilidad que se produjeran.
No bastan los reconocimientos, no basta decir que se asumen las responsabilidades cuando, de tarde en tarde, algún político avergonzado las reconoce, mientras la población sufre las consecuencias de esas falibilidades.
Es un subterfugio demasiado simple incurrir o cometer y después reconocer una equivocación y punto. Eso, no es suficiente. A la ciudadanía no le basta.
Extraña profundamente también que después de todo lo que nos ha tocado vivir, de tantas situaciones traumáticas, de tantos odios y temores que nos han envuelto, haya aún quienes pretendan prolongar la tragedia, sin entender que si queremos buscar culpables de lo sucedido, debemos reconocer que los responsables, en parte, fuimos nosotros mismos.
No bastan las buenas intenciones ni las palabras de buena crianza. El camino, que se debe seguir, es el de la rectificación de las conductas que nos arrastraron al enfrentamiento. La arrogancia; el enfermizo sectarismo; el mesianismo; la interpretación de la verdad histórica, más allá del “politiqueo” inicuo; las descalificaciones absurdas; la torpe intransigencia partidista; el desprecio a los derechos de las minorías; y muchos males más que, pese a la experiencia vivida, insistimos en preservar y que son precisamente los que debemos erradicar.
Más que el reconocimiento de culpabilidad, más que el perdón que unos exigen a los otros, es necesario que todos reconozcamos la verdad histórica de lo que ocurrió y asumamos la cuota de responsabilidad que nos corresponde.
Sin embargo, es preciso que alguien dé respuesta a las interrogantes que la ciudadanía se plantea frente a las reiteradas afirmaciones sobre nuestra tradición democrática, sobre la no-deliberación de las Fuerzas Armadas, sobre el problema insoluble de la cuestión social, sobre la igualdad, sobre la libertad, sobre el control del poder por parte de las minorías oligárquicas, sobre lo que ocurrió previo a la intervención, sobre la proliferación de grupos armados, sobre los campos de entrenamientos y sobre quién debe pedir perdón al soberano pueblo que, por confiar en los representantes que surgieron de los grupos fácticos de poder dentro de las organizaciones partidarias de todos los colores, debió sufrir, con sus libertades y derechos conculcados, durante casi dos décadas, las consecuencias de un gobierno militar, enérgico y autoritario pero necesario para reconstruir un país que había sido arrasado por la incompetencia de los que tenían la obligación de engrandecerlo.
La visión histórica e informada aquí expuesta es la de un ciudadano común y corriente, parte integrante de esa inmensa mayoría silenciosa que no tiene canales de expresión, pero que sí tiene opinión, y que ha tratado de ser honesto, objetivo y consecuente con la independencia de su conciencia.
Tampoco puedo dejar pasar la ocasión para lamentar la indiferencia que he podido apreciar en los sectores del personal militar en retiro. Indiferencia que se manifiesta, con honrosas excepciones personales y colegiadas, en el silencio que guardan frente a las situaciones aflictivas que afectan a algunos camaradas de armas.
Pareciera que para algunos, al pasar a retiro, el espíritu de cuerpo quedó adherido al uniforme que tuvieron que dejar.
Los recuerdos de la vida militar, por muy corta que haya sido, nos puede alimentar por el resto de nuestras vidas, pero debemos comprender que al dejar el servicio activo, la vida no ha terminado, sino que es una nueva vida la que comienza que no podemos ignorar, e inmersos en ella tenemos que desenvolvernos.

jueves, 16 de octubre de 2008

MORANDÉ 80

"MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA".

El martes 04 de noviembre salió a la venta a público, a un precio de alrededor de $ 8.000 el ejemplar, el libro "MORANDÉ 80". El texto, de 245 páginas, pretende dar una visión personal del autor, y con la mayor objetividad posible, de los hechos históricos previos al pronunciamiento militar del 11 de septiembre de 1973, y de lo sucedido durante e inmediatamente después de la intervención militar, basado en la definición que Cornelio Tácito (¿55-120?) hace de la historia: "NO DECIR NADA QUE SEA FALSO NI OCULTAR NADA QUE SEA VERDADERO".
El libro se encuentra en la "LIBRERÍA CHILENA", Huérfanos N° 686 esquina con Mac Iver.

martes, 15 de abril de 2008

FRAGMENTOS DE LIBROS

Fragmentos de algunos libros escritos:
- "DESDE LA ARAUCANÍA A LA BREÑA" (I PARTE).
- "LA ROSA DE LOS ANDES"

A. DESDE LA ARAUCANÍA A LA BREÑA. PARTE I.

PALABRAS DEL AUTOR.

Sumergirse en los pormenores que rodearon las vidas de los protagonistas de las campañas guerreras de nuestra historia, y escarbar en sus diarios escritos bajo la tienda de un campamento militar, en sus crónicas, en su correspondencia y en los relatos de las impresiones personales recogidas en el campo mismo de batalla, cuando aún el tiempo no se encargaba de ir borrando la humanidad de las experiencias vividas antes de hacer en su camino desaparecer con el olvido a unos y elevar a la categoría de héroes míticos a otros, es una tarea fascinante que permite adentrarse en los pasajes y vericuetos que la historia oficial no recoge.Aunque los antecedentes existentes no permitan hacer en algunos casos una fiel reconstrucción apegada hasta en los menores detalles de lo ocurrido, es posible, sin embargo, liberar y dejar divagar a la imaginación para que viaje en el tiempo y se traslade hasta el momento y a los lugares mismos en que sucedieron los hechos, y pueda conversar con los guerreros, interactuar con ellos y reconstruir así fragmentos desconocidos de las vidas de una multitud de jóvenes que acudieron al llamado de las armas en el histórico conflicto en el que se vieron inmersas las repúblicas de Chile, Perú y Bolivia, y que juntos vivieron la contienda; compartieron el hambre, la sed, la enfermedad y la fatiga de la campaña; el miedo, el valor y la saña en los combates; la vida en los cuarteles y campamentos; y la realidad dramática de la guerra.Basado fielmente en los antecedentes históricos, y de lo que le ha sido posible a la imaginación rescatar desde su viaje hacia el pasado, se han escrito detalles que complementan lo acontecido, detalles que bien podrían ser verdaderos, pero que, en todo caso, a nadie, fuera de los protagonistas, le es posible desmentir o avalar su veracidad.

¿Quiénes son los culpables de las guerras? Eso no está en discusión en esta historia. Aquí sólo se trata del destino de aquellos seres humanos que acudieron al llamado de las armas para defender su patria, su nación y su familia amenazada porque, simplemente, sintieron que era su responsabilidad hacerlo, o de aquellos otros que, profesionalmente, se prepararon para cuando se presentara la ocasión de un conflicto desatado en otras esferas y por motivos que la mayoría desconocía o no comprendía.Unidos, era menester ofrendar la vida si era necesario por defender etéreos valores personificados en símbolos santificados por la tradición y por los ejemplos que les ofrecía la historia. Aquí no hay ni existen explicaciones truculentas ni rebuscadas para marchar al campo de batalla. No hay para aquellos seres intereses políticos ni económicos de por medio, ni habrá para la masa monumentos, ni pensiones, ni tan siquiera una calle con su nombre que los recuerde, homenajes reservados para una elite que en su mayoría no tuvo que sentir miedo ante el atronador estampido de los cañones, que no tuvo que matar, que no tuvo que morir o que no tuvo que vivir inválido el resto de su vida. Era nada más que la aspiración y la íntima satisfacción de cumplir con el deber impuesto por la propia sociedad. Aquél deber que también divide a las naciones en conflictos intestinos desencadenados por razones políticas o económicas iguales o similares a las inducen a que los países se enfrenten entre sí.Esto nada tiene que ver con la razón, porque con la guerra ella deja de existir entre quiénes tienen la obligación de conservarla, obligación que no recae en los que con las armas en la mano debieron enfrentar en el conflicto al enemigo declarado como tal por la irracionalidad de los que debieron evitarlo.Es un relato que revive a héroes olvidados, sepultados en tumbas anónimas o abandonadas para siempre.La historia transcurre en el entorno que rodea la vida del Coronel don Abel Policarpo Ilabaca Arriagada; llamado cariñosamente “don Poli” por sus contemporáneos; Oficial de Caballería Benemérito de la Patria y Patrono de Haras Nacional, quién hizo sus primeras armas en territorio Araucano, luego toda la campaña de la Guerra del Pacífico, desde comienzo a fin, para cumplir, tras el conflicto bélico, numerosas destinaciones y comandos durante sus 33 años, 10 meses y 23 días de servicios en las filas del Ejército de Chile.

El Autor.





B. LA ROSA DE LOS ANDES.

Capítulo XIII (Fragmento)

La tripulación, significativamente disminuida, había sido redistribuida para suplir adecuadamente a los caídos.En pocos minutos todos estuvimos en nuestros puestos de combate. Martín, junto a los cañones de proa; a cuyo servicio se había sumado el ‘Gringo’ como artillero, sin dejar su plaza de cocinero; se aprestaba a debutar como Capitán de Montaje, mientras Rodrigo y yo nos uníamos como sirvientes de los cañones de estribor, manteniéndonos, al mismo tiempo, como parte de la marinería de abordaje.Cuando ya podíamos divisar desde el castillo de proa el muro frontal y circular de la fortaleza hispana, con sus tres torreones de vigilancia que la distinguían de las demás, el vigía de la cofa del palo mayor nos alertó, con un prolongado grito, sobre la aparición de una vela por el noroeste, en cuya dirección todos los ojos se volvieron.La tensa espera que siguió se disipó rápidamente al identificar la nave: nos habíamos topado en su crucero con la poderosa fragata de guerra ‘Prueba’, de bandera española, con quinientos cincuenta tripulantes, cincuenta y dos cañones de 24 y 32 libras, y 1300 toneladas de desplazamiento según los antecedentes conocidos. La desproporción de las fuerzas era enorme.En la ‘Rosa de los Andes’, de 400 toneladas, disponíamos de sólo treinta y dos cañones en buen estado de los cuarenta originales, contadas las catorce carronadas, y la tripulación original de doscientos setenta hombres se hallaba reducida a 151, de los cuales treinta y cinco aún convalecían de sus heridas o de la fiebre del mar y estaban imposibilitados de combatir. Pero, como ya hemos dicho, el valor y la audacia temeraria del Capitán Juan Illingworth no tenían límites, y ordenando timón a babor cambió el rumbo que la alejaba de la nave española y dirigió a la ‘Rosa de los Andes’ en diagonal, al encuentro frontal con la fragata, con la intención indudable de abordarla, única posibilidad seria de una victoria.Con el sol de media tarde declinando hacia el oeste por detrás de la ‘Prueba’ y de frente hacia nosotros, y orzando nuestro buque con la proa a barlovento, la distancia comenzó a acortarse rápidamente, lo que nos hizo presumir que si ambas naves mantenían la dirección el abordaje era inevitable, que era lo que todos nosotros esperábamos.La ‘Prueba’, con la ventaja del mayor alcance de sus cañones, rompió el fuego con las miras de proa a los dos mil quinientos metros. Nosotros seguimos avante sin disparar, mientras la nave hispana continuó haciéndolo, apuntando al casco sus cañones cargados con balas normales.Cuando la distancia se había reducido a menos de los mil metros, la ‘Prueba’ maniobró para mantenerla, abriéndose ligeramente a estribor para evitar nuestras claras intenciones por acercarnos, eludiendo el combate cerrado, sin dejar de hacer fuego con todos los cañones de babor, cargados con palanquetas y dirigidos a la arboladura, logrando de esta forma rasgar primero el sobrejuanete mayor y luego el velacho de nuestra nave.Illingworth, ordenó, entonces, al señor Morris, iniciar el fuego con las miras de proa, sin causar ningún daño serio al enemigo, cuya artillería más poderosa continuaba causándonos graves averías en el velamen. El cañoneo a la distancia, después que nuestra nave volvió a virar, ahora en 130 grados a babor, hasta poner la popa a barlovento y hacer fuego con los cañones de estribor, se prolongó por un par de horas, durante las cuales, a causa de nuestra inferioridad, sacamos la peor parte.El Capitán Illingworth comprendió que no era aconsejable mantener el combate en esas condiciones, donde la ventaja estaba de parte del enemigo, y resolvió virar en redondo y retirarse hacia el norte, hacia la costa, para ponerse al amparo de las armas patriotas que dominaban la zona.Durante toda la noche y la mañana del día siguiente, la ‘Prueba’ siguió nuestras aguas casando los juanetes en un comienzo con el objeto de estrechar la distancia, para luego recogerlos y mantener la necesaria solamente para poder hacer blanco con sus cañones, actuando con una timidez excesiva dada su superioridad para no aventurar un acercamiento que pudiera serle peligroso.Como la situación se mantenía sin variaciones, la ‘Prueba’ optó por una nueva maniobra, y forzando las velas se abrió a babor, hacia mar abierto, y luego a viró a estribor, tratando de ubicarse en paralelo con nosotros para así poder cañonearnos con más posibilidades de hundirnos, pero fue una maniobra descuidada pues la fragata se excedió en el viraje y se puso al alcance de nuestros cañones y con posibilidades de ser abordada.En medio del fuego y del tronar horroroso de los cañones, cuyos proyectiles impactaban en las bordas aventado a los sirvientes de las piezas entre miles de astillas transformadas en letales proyectiles, Illingworth se dio cuenta del error del enemigo y con prontitud ordenó timón a babor, y orzando la nave se lanzó, hendiendo las aguas encrespadas con la proa, sobre la fragata procurando embestirla con el bauprés por la aleta. Cuando, estando próximo a lograr su objetivo, con nosotros prestos a lanzar los arpeos y los frascos de fuego, en medio del humo, de los escombros y del infierno desatado, vimos cómo nuestro Capitán era alcanzado en el pecho, cerca del hombro derecho, por la metralla de un cañonazo que barrió la cubierta de popa.Rápidamente varios soldados corrieron a proteger el cuerpo de Illingworth que yacía sobre la cubierta, produciéndose un momento de vacilación y desconcierto en lo más cruento de la lucha que duró hasta que el señor Morris asumió el mando, perdiéndose la oportunidad del abordaje. El Comandante de la ‘Prueba’ aprovechó la ocasión para corregir el descuido, y forzando las velas se retiró, internándose en el mar y llevándose en sus cubiertas las muestras tangibles de los desastrosos efectos que le causaron, desde proa a popa, los cañones de nuestra nave, en el único trance en que tuvimos a la fragata a nuestro alcance.Con el sol sumergiéndose tras la línea del horizonte se perdieron, también, las velas de la ‘Prueba’.Morris continuó mareando a la corbeta hacia el norte en dirección a la desembocadura del río Izcuandé, donde pensaba recalar para sepultar a los muertos y curar las heridas, del buque y de la tripulación, protegido por la batería de la fortaleza.Felizmente la herida sufrida por el señor Illingworth no era grave.Martín, resultó indemne, y Rodrigo y yo no sufrimos lesiones de consideración, salvo algunos cortes y magulladuras por efecto de las astillas. En contraste, Bull, que estaba junto a mí en el combés, recibió una grave herida en el estómago como consecuencia del fuego de los obuses disparados desde la toldilla de la ‘Prueba’.El espectáculo del estado en que quedó el buque, en cambio, era desastroso. Al sobrejuanete mayor y al velacho, rasgados al comienzo del combate, se sumaban la vela mayor, la vela de trinquete y la sobremesana, también alcanzadas por las palanquetas que, milagrosamente, no dañaron la arboladura. La batayola de babor prácticamente había desaparecido y, salvo dos, el resto de los cañones habían sido desmontados, las cureñas inutilizadas y las portas estaban transformadas en anchos boquerones. Entre los escombros yacían los cadáveres mutilados de una docena de artilleros y una veintena de heridos que permanecían esparcidos retorciéndose en medio de charcos de la resbaladiza sangre que desbordaba la arena esparcida en las cubiertas, coronaban con sus quejidos lastimeros el catastrófico escenario.Dejándose arribar arrastrada por la corriente, más que por la influencia del impulso de un viento casi nulo sobre el desgarrado velamen, la ‘Rosa de los Andes’, escorando a estribor, alcanzó el estuario del Izcuandé, donde botó el ancla.La presencia de nuestra nave movilizó rápidamente a los patriotas del poblado, que al percibir su lamentable estado se apresuraron en despachar varios botes con socorros. El propio don Petronio Zavala, nombrado Alcalde del lugar por don Lindorfo, se apersonó a bordo para solicitarle al señor Morris le permitiera tener el honor de atender a los heridos y a los enfermos en el fuerte, donde ya tenía todo preparado para recibirlos, y al conocer el estado del señor Illingworth le ofreció su propia casa para trasladarlo y que allí se recuperara.El señor Desseniers, con el señor Padilla y dieciocho soldados, y yo con Rodrigo, Martín y nueve marineros más, acompañando al señor McGilvery y al señor Jones a bordo del ‘Lobo Marino’, desembarcamos con la misión de organizar las tareas en tierra para poner a la ‘Rosa de los Andes’ en condiciones de navegar. Petinelli, con los heridos y los enfermos, lo hicieron en los botes de don Petronio.A diferencia de nuestra estancia en Las Galápagos, en esta oportunidad tuvimos la inestimable ayuda de toda la población de la aldea, que reunió toda la madera necesaria para las reparaciones y la transportó al buque donde los artesanos, bajo las órdenes del Carpintero, iniciaron con entusiasmo los trabajos, mientras el ‘Gringo’ dirigía a una veintena de experimentados tripulantes en la empalmadura y remiendo de las velas.

lunes, 7 de enero de 2008

EL ROSECO (CUENTO)

EL ROSECO.

Por Víctor Catalán Polanco

De mirada huidiza enmarcada en un rostro con una cerrada barba oscura, casi negra, que ocultaba una piel seca y granujosa, “El Roseco”; apodo por el que era conocido; acostumbraba a aguardar a sus víctimas las noches de luna nueva amparado por las sombras de alguno de los oscuros callejones que cruzaban, en los extramuros de la ciudad, el camino de las carretas, prolongación del callejón principal; el de Las Agustinas; que, entre álamos, se extendía hacia el poniente para entroncar con el camino a Valparaíso.
“El Roseco” tenía buen ojo para elegir, o quizás era el azar el que ponía a su alcance a los más débiles o desprevenidos. No atacaba a sus víctimas sino era con ventaja y por sorpresa, a las que se acercaba simulando una pronunciada cojera a implorar una limosna. Cuando el viajero generoso se inclinaba para extraer desde su alforja algún real como dádiva para el lisiado, “El Roseco”, a traición y a mansalva, hundía, en la espalda de su benefactor, el afilado puñal que traía oculto entre sus harapos, y allí, desprovisto de todos sus bienes de valor y de su propia vida quedaba el cadáver, a la intemperie, expuesto a la voracidad de cerdos y de ratones que campeaban por el lugar.
Habitualmente, tras cometido un crimen, eludiendo a las patrullas policiales y de serenos, se deslizaba por las desoladas calles del Santiago; todavía de aspecto colonial; para enfilar finalmente por la de La Compañía de Jesús hasta llegar a la que fuera, en sus orígenes, el cañadón del conquistador Diego García de Cáceres, y en la confluencia de ambas vías, en la esquina nororiente, desaparecía en medio de unas zarzamoras que ocultaban un viejo murallón, medio derruido y agujereado por el tiempo, por uno de cuyos forados ingresaba hasta su vivienda, un rancho de madera revocada con barro y con un magro techo de paja, junto al cual un delgado tronco hacía de perchero; en el que colgaba su manta y su chupalla; y una estaca, a la que atada siempre le esperaba su yegua, una jaca de oscuros y desordenados crines; su más preciado tesoro; que mordisqueaba eternamente la mielga que crecía en el lugar.
Sus pocas amistades, rufianes como él, lo conocían solo por su apodo, “El Roseco”, y así lo llamaban, aunque a sus espaldas se burlaban del sobrenombre. En su ausencia al aludirlo se referían a él como “El Reseco”, por lo apergaminado de su rostro. Dicen que las sílabas que componían su alias obedecían, la primera, al nombre, la segunda, a su apellido paterno y, la tercera, al materno, aunque bien vale la pena aclarar que jamás se le conoció padre alguno, pese a que él siempre afirmaba, entre su círculo de allegados, que era hijo de un soldado español, de encumbrado linaje, que había muerto heroicamente al servicio de Chile combatiendo a los mapuches en la frontera del Bío-Bío. La historia de sus orígenes, oralmente trasmitida hasta nuestros días, ya transformada en leyenda, no tiene ninguna base de sustentación que la confirme como verdadera.
Para las patrullas policiales encargadas de la seguridad, a cuyos oídos habían llegado los rumores que atribuían, a los que todos conocían sólo por “El Roseco”, la responsabilidad de los asesinatos que desde hacía un tiempo venían ocurriendo en algunos sectores de la capital y cuya característica común a todos ellos era el apuñalamiento por la espalda de las víctimas, sin embargo, era simplemente “El Malandrín”, o El Malandra”, o “El Pelacaras”, como preferían nombrarlo los alguaciles puesto que, copiando a las bandas de salteadores rurales que asolaban los llanos de Maipú, los cerros de Teno o los valles de Quillota, descueraba el rostro de sus víctimas para dificultar su reconocimiento, retardando de esta forma las investigaciones.
“El Malandra” sabía que no era ni sería, a todo esto, una leyenda, como era el caso de aquellos que, como el hacendado Paulino Salas, alias “El Cenizo”, aterrorizara los campos del Maule y cuyas hazañas en beneficio de los más pobres quedaron por largo tiempo en la memoria del pueblo. “El Malandra”, en cambio, era un vulgar ladrón y asesino que se sabía cobarde, guiado sÓlo por sus bajos instintos de rapiña, e incapaz de albergar ningún sentimiento de nobleza.
Pero el sujeto tenía, aunque egoístas, sentimientos que lo hacían soñar despierto en su madriguera que orillaba con el Cañadón de don Diego, convertido hoy en avenida Brasil. Se veía por las tardes, después de la siesta, haciendo su aparición por las tabernas y ramadas; que, alejadas de la zona urbana, se instalaban al final poniente de la Cañada o en el barrio de la Chimba; envuelto en una larga capa granate que bordeaba sus tobillos. En sus sueños cambiaba los harapos; su ropa de trabajo; por un sombrero apuntado, una camisa con encajes, un levitón anticuado de alto cuello y de anchas solapas cuyas puntas tocaban el nacimiento de las mangas, un chaleco de raso, pantalones negros y botines acordonados por sobre los tobillos. Su mano izquierda, en su estado onírico, se le aparecía mostrando dos grandes sortijas en los dedos índice y anular, mientras en la derecha sostenía un bastón con borlas. La combinación de prendas y de colores pasados de moda, con otros muy en boga, hacía que su atuendo fuera un conjunto en el que predominaba el mal gusto, pero que hacía que él se sintiera elegante como para exhibir su pequeña estatura; que se elevaba a sÓlo un metro y cincuenta y cinco centímetros del suelo; por entre las chinganas, donde los guitarrones, junto al arpa, el rabel y la vihuela, lanzaban los aires de fandangos y sirillas.
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Con su mirada aviesa y huidiza el Roseco, desde el entarimado que dominaba la Plaza de Armas de la Capital del Reino observaba, aquella mañana, a la multitud de indios, negros, zambos y mulatos que se congregaban a su alrededor, y a las damas de la sociedad y a los señorcitos que se protegían, bajo las arcadas de los portales, de los intensos rayos solares del caluroso verano que caían verticalmente sobre la explanada donde prevalecía el polvo en lugar de la vegetación.
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En medio de sus sueños; y como ocurría, en la realidad, de tarde en tarde; escudriñaba en busca de caras conocidas entre los parroquianos que comenzaban a acudir a las ramadas. En sus fantasías sentía que en sus faltriqueras llevaba una buena provisión de moneda dura, que a cada momento palpaba por sobre su ropa, producto, como era de imaginar, de una fácil cosecha en la noche anterior, suficiente como para alardear generosamente e impresionar a los mestizos del centro de la ciudad, y a los jóvenes aristócratas calaveras; a quienes tanto envidiaba; que acostumbraban a visitar, en sus días de juerga, las ramadas de los arrabales en busca de diversión.
En su imaginación, las sombras de la tarde otoñal que se extinguía, ya caían sobre la ciudad, mientras, fuera de las chinganas, la oscuridad de la noche comenzaba a envolver los senderos haciéndolos, a cada momento, cada vez más peligrosos. “El Roseco” era cobarde, sólo atacaba sobre seguro, y esa oscuridad por la que transitaban otras almas le asustaba. Era, entonces, cuando los sueños de “El Malandra” se transformaban en una siniestra pesadilla. Temía ser el blanco de algún puñal traicionero que sorpresivamente surgiera, tal cual él acometía, desde las sombras.
Al verse solo, como otras tantas veces ocurría, volvía la recurrente pesadilla y volvía, también, en medio de sus temores, a deslizarse, una vez más, fuera de la ramada para montar su jaca que, como siempre, había permanecido amarrada a las puertas de la taberna, y torciendo bridas se veía ascendiendo por la Cañada en dirección a la cordillera, hasta el callejón de García Cáceres, por donde enfilaba hacia su mísero rancho.
“El Roseco” recordaba que aquella noche las alucinaciones habían sido más opresivas que de costumbre, y que un extraño presentimiento lo embargaba. Reavivó en sus recuerdos el fuego desde los tizones que humeaban en el tosco brasero de cobre, bajo el añoso árbol que cubría con sus ramas el rústico techo de su rancho, y se dispuso a calentar un mate al que antes de beber le agregó abundante aguardiente. Un viento suave y cálido había comenzado a soplar como preludio de una lluvia otoñal que se anunciaba, mientras la claridad de una luna en cuarto menguante disipaba la oscuridad que se escapaba para cobijarse bajo las arboledas. “El Roseco”, no saldría. Los viajeros nocturnos que ingresaban a la capital desde el norte, por el puente de Cal y Canto, y los que provenían desde Valparaíso y que cruzaban por el poniente el peligroso llano de Guangualí, podían sentirse tranquilos. “El Malandra”, descansaría.
Cuando la tenue claridad del alba, que anunciaba el despertar de un nuevo día, y el sueño comenzaba a vencerlo, mientras el fuego de la palangana se extinguía, el ruido seco de unos disparos, que a su cerebro embotado por el alcohol le parecieron distantes y esporádicos, le despabilaron bruscamente, y allí, frente a la choza, estaban los alguaciles.
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Los que le conocieron cuentan que “El Roseco”, desde la tarima, entornaba los ojos y giraba, intermitentemente, a izquierda y derecha la cabeza, como si tratara de ahuyentar los recuerdos de cuando fue apresado al interior de su rancho, después de ser denunciado por un conocido concurrente, asiduo de las chinganas, tras ser sorprendido, infraganti, robando la bolsa con monedas de oro desde el cuerpo del parroquiano que acababa de asesinar, a pasos de la posada de la Beñuca, en el barrio de la Chimba, en la ribera norte del Mapocho.
Todos atestiguaron en su contra.
Sintió, de pronto, un nudo que le oprimía con fuerza la garganta, mientras el corazón se le constreñía violentamente y un sudor frío le empapaba el rostro. Alcanzó, entonces, a escuchar el crujir de la trampa, vio, con los ojos desorbitados, girar el cielo, y todo se oscureció.
El cuerpo quedó bamboleándose, suspendido de la horca, mientras el pueblo, en silencio, se dispersaba, y las damiselas y señorcitos, en los portales, se aprestaban a tomar como aperitivo, antes del almuerzo, una copita de jerez.

TIMUR: EL AZOTE DE LA TIERRA

EL AZOTE DE LA TIERRA.

Por Víctor Catalán Polanco

Un paréntesis de silencio pareciera rodear la época y las hazañas del tercer hombre que conquistó el mundo, de aquel que construyó la puerta de acceso a su imperio con pirámides de cráneos humanos, del estratega genial que, sin estudios militares, sin antecesores en quienes inspirarse, sin el estudio de batallas modelos, sin maestros, ideó instintivamente su propia concepción bélica para luego llevarla a la práctica con escrupulosa exactitud aplicando, de propia iniciativa, las leyes y principios que han regido las campañas clásicas de la historia.
Junto a Alejandro Magno, rey de Macedonia, y a Gengis Khan, fundador del primer imperio Mongol, fue Tamerlán el tercer gran conquistador. Nacido en el año 1335 como Timur-i-lang o Timur el Cojo, en la Ciudad Verde, camino a la legendaria Samarcanda, en uno de los clanes del Asia Central venidos del norte con la Horda Mongólica fundadora de la Horda de Oro, el reino Mongol más occidental.
Acompañado por los nostálgicos recuerdos de antepasados desaparecidos, dueños de las montañas del norte, más allá del desierto de Gobi, evocados por su padre, transcurren sus primeros años en medio de caballos y de guerras fingidas con otros muchachos de su edad, a los que se impone como jefe indiscutido por su extrema seriedad, que a los demás atemorizaba. Esa seriedad haría de la soledad, con sus pensamientos y meditaciones, su compañera y amiga inseparable.
A la muerte de su padre, con Abdullah, su sirviente, se pone en camino hacia el sur, por la senda única que, según sus antepasados, cada hombre tiene marcada.
Timur, el azote de la tierra, se había puesto en marcha................ El mundo empezaría a temblar.
Primero, solo fueron conflictos domésticos entre clanes en los que Timur se vio envuelto. Aunque inexperto en el arte de la guerra, era astuto, y es así que hace amistad con el Khan Tugluk, logrando que abandone pacíficamente las tierras de sus ancestros que éste había invadido, lo que le trae consigo el reconocimiento de su pueblo. El Khan le nombra “Tuman-bashi”, o “capitán de diez mil”, por sus servicios. Sin embargo, tras el retiro del Khan, fracasa en la lucha interna por el poder desatada con sus enemigos. Tugluk, invade de nuevo las tierras, pone orden con energía y somete a todos, incluso a Timur, a la obediencia, pero la sumisión de éste es aparente y Timur se rebela, siendo condenado a muerte por el Khan. Con la ayuda de algunos fieles servidores huye entonces al desierto y se une con su cuñado Hussayn, jefe de otro clan, en una alianza para someter a otras tribus del desierto y combatir a los guerreros invasores de Tugluk.
Tras una corta guerra el Khan es derrotado y debe abandonar los territorios conquistados, pero poco después, luego de la muerte de Tugluk, su sucesor, Ilias, vuelve a invadir las tierras de Timur pero es también estrepitosamente vencido y expulsado. Hussayn es nombrado, entonces, gobernador por las tribus y la alianza con Timur se rompe, estallando una guerra civil entre ambos que duraría seis largos años, hasta terminar con el triunfo definitivo de Timur y su designación como jefe del gobierno, ungido por los caudillos tártaros.
Timur se apodera de Karshi, de Kharesm, de Urganj y de Herat y extiende sus dominios desde el río Syr-Daria hasta la India y, por el norte y oeste, hasta el mar de Aral y fija su capital en Samarcanda, situada en una fértil cuenca en la orilla izquierda del río Zeravsan.
Timur unía a su astucia, el valor, la energía, la seguridad en sí mismo y un carácter inquebrantable. Tenía una aguda percepción para aquilatar a sus adversarios. Era hábil como organizador y como conductor de grandes masas de hombres. Nada parecía escapar a su conocimiento y era rápido, oportuno y seguro en la toma de decisiones.
En el campo político no admite oposición y es así que a sus enemigos internos los ataca y destruye en forma implacable y despiadada. Pese a su crueldad, protege e impulsa las letras y las artes; desarrolla y da un gran impulso a las construcciones de servicio público; organiza las comunicaciones, postas y correos; regula los impuestos y contribuciones a cambio de trabajo y sobre la base de los ingresos; pone especial énfasis en la justicia, cuya administración ejercita personalmente, sin dejar jamás un delito sin su respectiva sanción ejemplarizadora; prohíbe la mendicidad a cambio de raciones de pan y carne; y, delega en “darogas” o gobernadores, el mando de las provincias de su incipiente imperio.
En la plenitud de su poderío, los instintos del conquistador se despiertan en Timur.
La Horda de Oro, el reino más occidental de los Mongoles, fundado por Batu, nieto de Gengis Khan, domina al norte y al este de los territorios de Timur, y Toktamish, su jefe, no desea que otro poder se levante cerca de él. Seguro de la capacidad y poder de sus fuerzas, cruza el Syr-Daria, penetra en los territorios de Timur y marcha sobre Samarcanda, pero Timur reacciona con rapidez. Viendo que las divisiones de Toktamish se encuentran separadas, las ataca una a una y obliga al Ejército invasor a retirarse.
El efecto que la invasión causa en los clanes que componen el Ejército de Timur hace prever una insubordinación, pero la amenaza de rebelión es sofocada con dureza por el caudillo tártaro, quien asienta con firmeza su autoridad.
Toktamish no se siente derrotado y, esperando sorprender a su enemigo, avanza en pleno invierno, hacia el Syr-Daria, con un poderoso ejército. Timur, desafiando la inclemencia del tiempo y los consejos que lo instan a esperar, avanza, a su vez, en procura de la Horda de Oro hasta tomar contacto y atacar a su vanguardia. Divide a ese Ejército que pretende invadir por segunda vez sus tierras y lo derrota completamente, poniéndolo en fuga y persiguiéndolo en forma implacable.
Con la primavera Timur resuelve ir en busca de la Horda de Oro para lograr su total destrucción, y emprende la marcha dejando atrás el Syr-Daria. Invade el territorio enemigo y cruza la cordillera de Kara Tagh, pero se desatan las lluvias y las nevadas y los elementos detienen a su Ejército. Toktamish, se siente perdido y envía a Timur ofrecimientos de paz que éste rechaza categóricamente. Durante dieciocho semanas, y a través de 1800 millas de territorio ruso, Timur persigue implacablemente a Toktamish que huye, hasta que logra enfrentarlo. La derrota de la Horda Dorada es aplastante, pero el conquistador Tártaro no la persigue hasta aniquilarla. Es el único error que Timur comete y que no volverá en su vida a cometer.
Llevar la guerra fuera de las fronteras de su territorio, no actuar a la defensiva y atacar con la mayor rapidez posible eran las tres reglas fundamentales que Timur comenzaba a poner en práctica y donde están comprendidas la casi totalidad de las leyes de la guerra, a las que agregaría el factor sorpresa, el de perseguir hasta aniquilar totalmente al adversario y la importancia que daría al abastecimiento de víveres y forraje para el ejército, aspecto este último que condensaría en su máxima: “No llevar jamás un Ejército superior al que es posible mantener en una campaña”.
Han transcurrido tres años desde la derrota inflingida a la Horda Dorada y el error de no aniquilarla ha permitido que Toktamish rehaga sus fuerzas y avance amenazante hacia las fronteras de Timur, pero éste no espera y, consecuente con sus reglas, ataca al Ejército mongol y lo destruye, incendia Sarai y arrasa a sangre y fuego Astracán, centro del poder enemigo, prosiguiendo su marcha hasta las cercanías de Moscú, a la que inexplicablemente no ingresa, y en sus puertas mismas le da las espaldas despectivamente y regresa.
Protegidos por armaduras y finas mallas de acero, con escudos pequeños y redondos atados al brazo izquierdo y yelmos puntiagudos, los soldados del Ejército de Timur se distribuían organizadamente en Escuadrones y Regimientos al mando de “Ming-bashis”. Armados de cimitarras, de espadas persas de doble filo, lanzas largas y livianas y también cortas y pesadas, éstas últimas con una protuberancia sólida en su base para romper armaduras, y mazas de fierro, las tropas montaban caballos cubiertos por caparazones de cuero o de mallas y defendidas sus cabezas con piezas livianas de acero.
Los Emires mandaban las divisiones que componían el ejército de Timur y se les distinguía por un Estandarte del León y un Tambor.
La Guardia, estaba compuesta por Soldados escogidos entre los más valientes y entre los que más se habían distinguido por sus hazañas.
Todos los ascensos a los que accedían sus jefes, oficiales y tropa eran concedidos exclusivamente por méritos.
De regreso de su campaña en contra de la Horda Dorada, Timur se propone abrirse camino a través del Cáucaso e inicia su marcha de conquista alrededor del mar Caspio. Después de poner sitio a Kalat y a Takriz, se apodera de todas las fortalezas de la cordillera de Al Burz, límite de la Persia Septentrional, y queda dueño del norte, de los mares Aral y Caspio, de la región montañosa Persa y del Cáucaso.
Con setenta divisiones se dirige ahora al sur, tomando Isfahan, en Persia, y recibiendo el pago de tributo de otras ciudades. Accede a la India por Kabul, a través del paso Khyber, y por Kandahar. Somete al rey de Sijistán, atraviesa la región que va desde Chiraz al Golfo Pérsico y llega a la boca del Indo. Incansable, se dirige ahora al oeste y ataca Ovejas Negras y la ciudadela de Mosul y se apodera de todas las fortalezas del alto Tigris, a 1500 millas de Samarcanda. Derrota a los Muzzafares y pone fin definitivo a la resistencia Persa.
Es el año de 1388, Timur ha cumplido 53 años y es dueño de un gran imperio, después de culminar una serie continuada de triunfos guerreros. La coalición en su contra, por quienes se ven amenazados, no tarda en formarse y la integran el Sultán de Egipto y Señor de Siria, Damasco y Jerusalén, el Sultán de Bagdad y Kara Yussuf, jefe de los turcomanos. A la coalición más tarde se agregaría Bayaceto, Sultán de los turcos.
Timur se apodera de Bagdad, avanza hacia el desierto Sirio, llega a las márgenes del Eufrates, lo cruza y sigue avanzando, hasta detener su marcha hacia el oeste ante la cercanía de las potencias europeas. Mientras los Mamelucos de Egipto recuperan Bagdad, la coalición marcha hacia el este, hasta el Eufrates y el mar Caspio, encontrando poca resistencia, pero Timur no se alarma y, por el contrario, enfila hacia la India, se apodera de Delhi y se desplaza hacia el sur por las ciudades de las orillas del Indo, para regresar, en mayo de 1399, a Samarcanda, ha reorganizarse y emprender, en septiembre del mismo año, una nueva campaña.
El plan de Timur consistía en aliarse con los Khanes Mongoles del Gobi e invadir China, para lo cual, vencida la India, su enemigo más cercano, debía despejar sus fronteras en el oeste y mantener a los Turcos en Europa, o derrotarlos si avanzaban sobre el Asia.
En el oeste, en un amplio semicírculo desde el Cáucaso a Bagdad, la coalición con sus tropas de georgianos, de turcos en la desembocadura del Eufrates, de turcomanos de Yussuf al acecho y de una poderosa fuerza egipcia defendiendo Siria, repartidos en una docena de ejércitos, esperaba a los Tártaros.
Timur establece su base de operaciones en la ciudad de Tabriz y convierte la llanura de Karabah en estación de remonta para su mayor problema que consistía en la provisión de agua y de forraje para el millón de caballos que debían acompañar a su Ejército.
Desde su base envía algunas divisiones contra los georgianos del Cáucaso, situados a su derecha, a los que aplasta fácilmente y, aprovechando los deshielos, envía una poderosa fuerza por el valle de Erzerum la que, en los albores del verano del año 1400, ya se había apoderado de todas las ciudades a su paso, hasta Sivas, llave del Asia Menor. Gira, entonces, y se apodera de Malayta, puerta del sur y marcha contra Siria, toma Aintab, derrota al Sultán egipcio en Aleppo y sigue hasta Damasco, pero nuevas fuerzas enemigas caen sorpresivamente sobre sus espaldas sembrando la confusión con el sorpresivo ataque. Timur, reacciona, reorganiza sus divisiones y contraataca, despejando el campo, y se retira hacia el norte no sin antes enviar una división hasta la costa de Tierra Santa en persecución de los egipcios, hasta Akka, y de varias otras divisiones hacia el este, a sitiar Bagdad.
Después de dar descanso a sus tropas, Timur reúne a sus fuerzas en Tabriz, su base de operaciones, y se lanza sobre Bagdad, llave del Tigris, apoderándose de ella a mediados del año 1401. Había recorrido, de uno a otro extremo, todo el arco tendido por sus enemigos, y había derrotado a todos los posibles aliados del Sultán turco Bayaceto, antes que éste apareciese en el escenario. La primera campaña había terminado.
La segunda campaña enfrentaría a los dos más grandes conquistadores de la época: Timur, del Asia, y Bayaceto I, de Europa Oriental.
El Sultán Turco, apodado el Rayo por la velocidad con que se desplazaba, había sucedido a su padre, Murad I, muerto en la batalla de Kosovo, en el año 1389. Bayaceto, había conquistado los Balcanes y la Anatolia, región peninsular de extensas y escarpadas mesetas del Asia occidental o Asia Menor, cerradas por las cadenas de los montes Póntico y Tauro.
El Ejército de Bayaceto, acostumbrado a los triunfos, alcanzaba al medio millón de hombres, y a ellos pasó revista el Sultán turco en Brusa, a comienzos de 1402. A estos regimientos, veteranos y victoriosos en Kossova y Nicópolis, se le unieron los griegos, la infantería Valaca y la caballería de Serbia, comandada por su Rey.
Los informes decían que Timur se encontraba en Sivas, y Bayaceto pensó que entre esa ciudad y Brusa había un solo lugar favorable para enfrentar a su temible adversario. Se movió entonces hacia Ancira, donde estableció su base de operaciones, atravesó el Halys y se internó, hacia el este, en el país montañoso, deteniéndose a sesenta millas de Sivas, en el lugar que pensaba le favorecía, pero Timur con sus Ejércitos había desaparecido.
Ocho días esperó Bayaceto la aparición de su enemigo, pero la única noticia que recibió fue cuando un Regimiento de Exploradores de Timur atacó sorpresivamente su ala derecha, tomándole prisioneros y retirándose.
Seguro que Timur estaba hacia el sur, Bayaceto avanzó hasta el río Halys, pero no encontró a nadie, salvo la noticia que Timur había rebasado su posición y ahora, a sus espaldas, se dirigía velozmente hacia Ancira.
Bayaceto, rehizo el camino a marchas forzadas hacia su base en Ancira, encontrando los caminos desolados, los campos y aldeas arrasadas y la ciudad en poder el temible Tártaro.
Timur, razonablemente, habiendo encontrado que la región montañosa de Sivas no era apta para su caballería, se había desviado entonces hacia el sur y, separado de los turcos por el río, había rodeado su margen exterior marchando por el valle de Halys, mientras el Sultán turco lo esperaba en el centro.
Cuando Bayaceto llegó a Ancira, donde Timur y sus tártaros, descansados y bien alimentados los esperaban, sus tropas venían agotadas, sin víveres ni agua, después de marchar por más de una semana por zonas asoladas por su enemigo.
Bayaceto, había hecho lo que su genial enemigo quería que hiciera y, después de eso, ya no le quedaba otro camino que atacar Ancira, hoy Ankara, con sus tropas debilitadas y desmoralizadas, ante un resultado que le era predecible de antemano; el aniquilamiento total de sus ejércitos. Hecho prisionero, murió en cautiverio en el 1403.
Ancira, Brusa y Nicea, hasta Esmirna y sus playas, desde donde contemplaron las cúpulas de Constantinopla, fueron dominadas por los Tártaros.
Después de recibir la sumisión de Egipto, Timur despreció Europa y, dándoles las espaldas, regresó a Samarcanda con la intención de preparar la invasión a China.
La campaña, sin embargo, quedaría inconclusa. En marzo de 1405, a los setenta años, en el esplendor de sus glorias, la muerte finalmente lo vencería.
La milenaria China podía respirar tranquila, el Azote de la Tierra había muerto.



ANÉCDOTAS Y CHASCARROS MILITARES


Algunas del casi centenar de anécdotas militares
recopiladas en el libro "¡EN GUARDIA!"


LA GENERALA BUENDÍA.
La leyenda alrededor de la espía chilena conocida como la Generala Buendía, que Jorge Inostroza, en su novela “Adiós al Séptimo de Línea”, a la que le asigna un rol protagónico con el nombre de Leonora Latorre, no es el producto de la imaginación del escritor puesto que el personaje realmente existió. La primera noticia de ella se tuvo fue gracias a una información aparecida en un periódico boliviano en la que se analizaban las razones de la derrota del ejército aliado en la batalla de Dolores; llamada también del cerro de San Francisco; en la que hacía hincapié con ironía que el General Juan Buendía era conocido por la corte que le hacía en Iquique a una jovencita chilena de 14 años, la que era una experta en arrancarle secretos militares.
El Teniente Alberto del Solar confirma, en las páginas de su diario de campaña, la existencia y la amistad de la joven, a la que llama Anita, con el general peruano, a cuyo respecto textualmente dice: "Los rastros dejados por la permanencia del ejército peruano no se habían borrado aún. El más evidente era la desmoralización de las costumbres. Una plaga, plaga en todos los sentidos, de mujeres de mala vida, infestaba a la población. Porta-estandarte de éstas era la famosa Anita Buendía, linda chilena de 18 años de edad, llamada así en recuerdo del famoso general de ese apellido, cuya pasión por la muchacha se hizo célebre, al punto de haberla explotado en descargo de la derrota enemigos políticos de aquel personaje, dentro de su propio país, muy particularmente algunos corresponsales en campaña. Estos aseguraban que Anita era nada menos que espía de nuestro ejército y que el general Buendía, reblandecido por su edad y por los vicios, fue durante largo tiempo su víctima inconsciente. La verdad del caso es que Anita no sólo no negaba su antigua relación con el general, sino que se enorgullecía de ella, si bien resultaba innegable también que la chica era digna de su fama. Linda, picaresca, vivaracha y provocativa, hubiera sido capaz de trastornarle los cascos al mismísimo ejército de Godofredo de Bouillón, con toda la austeridad de su destino”.
La vida de la joven, tal como ocurrió con la vida de Leonora Latorre en la novela, se perdió al final del conflicto, en medio del tráfago de la guerra.


EL CABO LAUTARO.
Tanta, o más importancia que los hechos de armas, tienen en la guerra las vivencias diarias del guerrero. Es allí donde se teje la moral y el espíritu de cuerpo y combativo de las tropas, y donde surgen los sentimientos que fortalecen esos lazos eternos que unen a los combatientes.
Fue en la estación de Lima, cuando la tropa del regimiento se embarcó con destino a la sierra de Junín, que el Cabo Lautaro desapareció misteriosamente, lo que fue interpretado por los soldados como un signo de mal augurio, sembrando entre las cantineras, donde destacaba la esposa embarazada de un Sargento, las semillas de negros pensamientos.
Cuatro días tardó el ferrocarril en cubrir los más de cien kilómetros antes de arribar a la estación de Matucana, tiempo durante el cual se tejieron todo tipo de especulaciones sobre la extraña desaparición del Cabo.
Sin embargo, cuando ya el vivac estuvo instalado y la tropa descansaba, la aparición de una figura inconfundible que apareció en lontananza avanzando a tranco lento por la vía férrea alertó al campamento: sucio, flaco, sediento, cubierto de heridas, después de recorrer los cien kilómetros, y de buscar de pueblo en pueblo, irrumpió, en medio de la alegría de sus amos, el Cabo Lautaro, un hermoso mastín, mascota de la unidad.
Lautaro, nombre del regimiento al que había acompañado desde su fundación en Quillota y con el que había sido bautizado, había ganado sus jinetas de Cabo cuando cazó un zorro antes de comenzar la batalla del Campo de la Alianza, donde cayó herido alcanzado por una bala loca.
Pero...., los reglamentos son los reglamentos y, después de curarle las heridas recibidas en el trayecto desde Lima y de recobrar sus energías tras ser alimentado, el Cabo Lautaro fue arrestado, conducido hasta un calabozo habilitado y sometido sumariamente a una Corte Marcial, siguiendo todos los procedimientos de rigor, acusado de deserción.
El fiscal, como es usual en situación de guerra, pidió, mientras se paseaba con el ceño adusto y las manos entrelazadas en la espalda bajo la carpa donde funcionaba el tribunal, la pena de muerte para el acusado, en tanto el defensor intentaba conmover a los vocales aduciendo, como atenuantes del delito, el prolongado acuartelamiento en la capital peruana y la seducción que ejercían sobre las tropas las hermosas limeñas de ojos verdes.
Finalmente, tras algunas conversaciones en susurros entre los miembros del tribunal castrense, los argumentos de la defensa fueron acogidos, y la pena de muerte pedida por el fiscal fue cambiada por la degradación de Cabo a Soldado raso del acusado, a la aplicación de cincuenta varillazos conmutables por miles de caricias y por el regalo de una “tumba” suculenta, en medio del regocijo general de sus camaradas.
Con el tiempo, y gracias a sus múltiples hazañas en la sierra peruana, Lautaro recuperaría sus jinetas y sobreviviría a la guerra.

EL CENTINELA.

Era, sin lugar a dudas, el típico oficial tropero, de aquellos que sin quererlo se transforman en la imagen del oficial que todos quieren imitar. Educaba a los jóvenes oficiales bajo la típica disciplina de cuartel, sancionando sin tapujos a los que no se encuadraban dentro de las disposiciones de régimen interno y felicitando a aquellos que seguían sus aguas.
Nada escapaba a su ojo avizor. Conocedor de todas las triquiñuelas merced a su dilatada experiencia y a que jamás olvidaba que antes de ser toro había novillo pudo, sin proponérselo y por esas cosas extrañas del destino, comprobar que los oficiales bajo su mando no llegaban, conforme a lo que había ordenado, con los quince minutos de antelación a la diana para controlar los escuadrones y preparar la levantada del contingente.
Siempre faltos de sueño los oficiales solteros exprimían entre las sábanas hasta los últimos minutos y, por consiguiente, se vestían apurados y emprendían veloz carrera para cruzar los cien metros de la plaza Acevedo que separaba el casino del cuartel. Nunca, sin embargo, alcanzaban a llegar con los quince minutos de anticipación ordenados y nunca, tampoco, habían sido sorprendidos.
Pero, como no hay plazo que no se cumpla y deuda que no se pague, no tardaría en llegar el momento de la verdad.
Faltaban cinco minutos para las seis de la mañana cuando el Teniente escuchó el golpe de diana mientras cruzaba a la carrera la plaza Acevedo y, sin detenerse, ingresaba al cuartel de “Guías”, pasando frente al centinela que custodiaba la entrada bajo una gruesa manta de castilla, al tiempo que sentía un fuerte puntapié asestado en sus posaderas y escuchaba una voz chillona que lo reprendía.
- ¡Otra vez atrasado el “huevoncito”!
Indignado, como es natural, el joven oficial se dio vuelta para increpar al insolente centinela pero..., cuán no sería su sorpresa al ver aparecer por sobre la manta de castilla la cara regordeta y colorada, que lo hacía acreedor a que a sus espaldas lo llamaran “Copucha”, del tropero Comandante riéndose burlonamente.
Desde entonces los oficiales se acostumbraron a llegar no con quince, sino con treinta minutos de anticipación a la diana........... y a pasar bien lejos del centinela.

EL “JUSIL” Y LA “MUCHILA”.

Por más que fuera el empeño que le ponían los alféreces aspirantes a jinetes de la gloriosa caballería en los menesteres propios del arma, siempre se les quedaba algo en el “tintero”.
Aseaban el ganado, limpiaban con esmero el equipo, ensillaban y, entre tarea y tarea, no olvidaban de acariciar a sus cabalgaduras y de regalarlos con un pan de azúcar, pero los matungos, con el conocimiento ganado en “mil batallas”, no se dejaban sobornar y en cada oportunidad que se les presentaba dejaban en ridículo a sus jóvenes jinetes ante sus instructores: El Capitán Prá, a quién cariñosamente llamaban “Don Froyo”, y el Teniente Ramón Valdés.
No eran pocas las veces en las que los alféreces, amargados por sus frustrados intentos por hacer bien las tareas, se confesaban sus debilidades entre ellos y, de paso, comentaban con los soldados ordenanzas la instrucción, deslizando, como que no quiere la cosa, los errores cometidos, con la esperanza de obtener, sin pedirlo, algún sabio consejo de la experiencia que se nutre con los años.
No faltaba, como no ha faltado en el curso de la historia militar, el soldado pícaro y ladino que hace de ordenanza, y que entre sus funciones considera la de hacer de amigo, de padre protector, de fiel compañero de alegrías y tristezas, de enfermero y del fiero camarada que cubre las espaldas del jefe a quien sirve, pero que, a su modo, también reprende. Así era el Soldado Pinto.
En cierta ocasión, en que nada salió bien dentro del picadero, lo que motivó que el Teniente Instructor tapara de garabatos y denuestos a los alféreces, éstos regresaron amurrados y cabizbajos a las pesebreras donde se encontraron, en lugar del consuelo y descanso acostumbrado, con un Soldado Pinto enojadísimo, que con voz socarrona y grave, al igual que un padre que recrimina a sus hijos, les espetó como advertencia:
- Si se siguen portando mal con la caballería, mi Teniente Valdés les va a regalar un “jusil” y una “muchila”.
Afortunadamente, para las aspiraciones de los alféreces, las predicciones del Soldado Pinto no se cumplieron.

LOS PAVOS DEL COMANDANTE.

Recién habían arribado los dos nuevos oficiales al Séptimo de Caballería y, naturalmente, esperaban ser objeto de alguna de las bromas tradicionales que se acostumbran en estos casos, sin embargo, transcurrieron los primeros días sin que nada ocurriera, lo que indujo que los alféreces entraran en confianza, que era, precisamente, lo que los oficiales más antiguos deseaban.
Como primera medida se dispuso que los alféreces ingresaran al rol de guardia en calidad de Ayudantes del Oficial de Servicio, como una forma de aprender las tareas propias de ésta función que luego les tocaría desempeñar.
Pero las cosas no se dieron como la esperaban los alféreces, ni tampoco como la preparaban los oficiales, por lo menos en lo que se refiere a uno de los jóvenes.
Tras recibir la guardia, como ayudante del Oficial de Servicio, de manos de su camarada más antiguo, el joven Alférez, a quién llamaban cariñosamente el “Pollo”, acompañó a su instructor en la materia, un Subteniente próximo a Teniente, a la consabida ronda inicial por las cuadras de los conscriptos, las naves, los talleres, el rancho y los almacenes, todas dependencias que fueron inspeccionadas en detalle, dejando el Oficial de Servicio mañosamente para el final los rectángulos y la vega, que quedaban separadas de la calle por el canal “Las Pocitas”, frente al Matadero Municipal, a cuyo lugar llegaban diariamente una numerosa cantidad de gallinazos: aves de rapiña parecidas a los pavos, que se instalaban al “agüaite” en espera de los desperdicios que desechaba el matadero.
- Alférez – le dijo el Subteniente al llegar, indicando a los gallinazos -, aquí están los pavos de mí Comandante. ¡Cuídelos como si fueran suyos! Él, personalmente, se preocupa de ellos y pobre de quien los descuide, porque corre el riesgo de irse derechito arrestado a su pieza.
- ¡Sí, mí Teniente! – contestó el Alférez y, sin esperar respuesta, se acercó a contarlos uno por uno, lo que no le fue difícil pues los plumíferos, recién almorzados, permanecían inmóviles descansando.
Luego de terminada la ronda, y con instrucciones precisas del Subteniente, el Alférez continuó solo con sus tareas, regresando varias veces durante la tarde a contar los pavos del Comandante, tratando de verificar que el número de ellos coincidiera con el registrado al comienzo de la guardia, lo que en cada ocasión se le dificultada cada vez más, pues después de su digestión las aves se movían de uno a otro lado escarbando y buscando algo que comer.
En cada una de las rondas que siguieron a las primeras se hizo acompañar, entonces, por algunos conscriptos, para que lo ayudaran a contar, pues siempre los resultados eran distintos: algunas veces el número de “pavos” era mayor y en otras menor, pero nunca coincidía, lo que lo inquietaba de sobremanera. En todo caso siempre comprobó que los “pavos” estaban ahí, de cuerpo presente.
Al día siguiente, muy temprano, antes de la iniciación del servicio, lo primero que hizo el Alférez fue dirigirse de nuevo a la vega, preocupado por constatar el número y el estado de los “pavos” del Comandante, pero.........., cuál no sería su sorpresa al encontrar el sitio vacío. Inútiles fueron todas las rondas que pasó, sin dejar lugar alguno sin investigar: los “pavos”, simplemente, no aparecieron.
Ante lo tremendo de la situación, imaginando que su corta carrera militar llegaba a su fin antes de comenzar, el afligidísimo Alférez decidió que lo mejor era anticiparse a los hechos y dar cuenta él mismo de lo ocurrido, antes que la desaparición fuera descubierta.
- ¡Mí Teniente! – dijo, apersonándose ante el Oficial Ayudante del regimiento, y agregó -. ¡Los “pavos” de mí Comandante han desaparecido.
- ¿Los “pavos” de quién...? – preguntó el Teniente René Jarpa, sin lugar a dudas sorprendido.
- ¡...De mí Comandante, mí Teniente! – respondió el Alférez algo titubeante, intuyendo que algo extraño sucedía.
- ¿Cuáles pavos, Alférez? – volvió a preguntar Ayudante.
- ¡Los que mí Comandante tiene en la vega, mí Teniente!
- Esos no son pavos, Alférez, esos son gallinazos – le aclaró el Ayudante moviendo la cabeza.
Allí fue, entonces, que el Alférez descubrió que había sido objeto de una broma, pero que, en todo caso, era mejor que haberse ido arrestado si hubiese sido cierto lo de los “pavos” del Comandante.