La leyenda alrededor de la espía chilena conocida como la Generala Buendía, que Jorge Inostroza, en su novela “Adiós al Séptimo de Línea”, a la que le asigna un rol protagónico con el nombre de Leonora Latorre, no es el producto de la imaginación del escritor puesto que el personaje realmente existió. La primera noticia de ella se tuvo fue gracias a una información aparecida en un periódico boliviano en la que se analizaban las razones de la derrota del ejército aliado en la batalla de Dolores; llamada también del cerro de San Francisco; en la que hacía hincapié con ironía que el General Juan Buendía era conocido por la corte que le hacía en Iquique a una jovencita chilena de 14 años, la que era una experta en arrancarle secretos militares.
El Teniente Alberto del Solar confirma, en las páginas de su diario de campaña, la existencia y la amistad de la joven, a la que llama Anita, con el general peruano, a cuyo respecto textualmente dice: "Los rastros dejados por la permanencia del ejército peruano no se habían borrado aún. El más evidente era la desmoralización de las costumbres. Una plaga, plaga en todos los sentidos, de mujeres de mala vida, infestaba a la población. Porta-estandarte de éstas era la famosa Anita Buendía, linda chilena de 18 años de edad, llamada así en recuerdo del famoso general de ese apellido, cuya pasión por la muchacha se hizo célebre, al punto de haberla explotado en descargo de la derrota enemigos políticos de aquel personaje, dentro de su propio país, muy particularmente algunos corresponsales en campaña. Estos aseguraban que Anita era nada menos que espía de nuestro ejército y que el general Buendía, reblandecido por su edad y por los vicios, fue durante largo tiempo su víctima inconsciente. La verdad del caso es que Anita no sólo no negaba su antigua relación con el general, sino que se enorgullecía de ella, si bien resultaba innegable también que la chica era digna de su fama. Linda, picaresca, vivaracha y provocativa, hubiera sido capaz de trastornarle los cascos al mismísimo ejército de Godofredo de Bouillón, con toda la austeridad de su destino”.
La vida de la joven, tal como ocurrió con la vida de Leonora Latorre en la novela, se perdió al final del conflicto, en medio del tráfago de la guerra.
EL CABO LAUTARO.
Tanta, o más importancia que los hechos de armas, tienen en la guerra las vivencias diarias del guerrero. Es allí donde se teje la moral y el espíritu de cuerpo y combativo de las tropas, y donde surgen los sentimientos que fortalecen esos lazos eternos que unen a los combatientes.
Fue en la estación de Lima, cuando la tropa del regimiento se embarcó con destino a la sierra de Junín, que el Cabo Lautaro desapareció misteriosamente, lo que fue interpretado por los soldados como un signo de mal augurio, sembrando entre las cantineras, donde destacaba la esposa embarazada de un Sargento, las semillas de negros pensamientos.
Cuatro días tardó el ferrocarril en cubrir los más de cien kilómetros antes de arribar a la estación de Matucana, tiempo durante el cual se tejieron todo tipo de especulaciones sobre la extraña desaparición del Cabo.
Sin embargo, cuando ya el vivac estuvo instalado y la tropa descansaba, la aparición de una figura inconfundible que apareció en lontananza avanzando a tranco lento por la vía férrea alertó al campamento: sucio, flaco, sediento, cubierto de heridas, después de recorrer los cien kilómetros, y de buscar de pueblo en pueblo, irrumpió, en medio de la alegría de sus amos, el Cabo Lautaro, un hermoso mastín, mascota de la unidad.
Lautaro, nombre del regimiento al que había acompañado desde su fundación en Quillota y con el que había sido bautizado, había ganado sus jinetas de Cabo cuando cazó un zorro antes de comenzar la batalla del Campo de la Alianza, donde cayó herido alcanzado por una bala loca.
Pero...., los reglamentos son los reglamentos y, después de curarle las heridas recibidas en el trayecto desde Lima y de recobrar sus energías tras ser alimentado, el Cabo Lautaro fue arrestado, conducido hasta un calabozo habilitado y sometido sumariamente a una Corte Marcial, siguiendo todos los procedimientos de rigor, acusado de deserción.
El fiscal, como es usual en situación de guerra, pidió, mientras se paseaba con el ceño adusto y las manos entrelazadas en la espalda bajo la carpa donde funcionaba el tribunal, la pena de muerte para el acusado, en tanto el defensor intentaba conmover a los vocales aduciendo, como atenuantes del delito, el prolongado acuartelamiento en la capital peruana y la seducción que ejercían sobre las tropas las hermosas limeñas de ojos verdes.
Finalmente, tras algunas conversaciones en susurros entre los miembros del tribunal castrense, los argumentos de la defensa fueron acogidos, y la pena de muerte pedida por el fiscal fue cambiada por la degradación de Cabo a Soldado raso del acusado, a la aplicación de cincuenta varillazos conmutables por miles de caricias y por el regalo de una “tumba” suculenta, en medio del regocijo general de sus camaradas.
Con el tiempo, y gracias a sus múltiples hazañas en la sierra peruana, Lautaro recuperaría sus jinetas y sobreviviría a la guerra.
EL CENTINELA.
Era, sin lugar a dudas, el típico oficial tropero, de aquellos que sin quererlo se transforman en la imagen del oficial que todos quieren imitar. Educaba a los jóvenes oficiales bajo la típica disciplina de cuartel, sancionando sin tapujos a los que no se encuadraban dentro de las disposiciones de régimen interno y felicitando a aquellos que seguían sus aguas.
Nada escapaba a su ojo avizor. Conocedor de todas las triquiñuelas merced a su dilatada experiencia y a que jamás olvidaba que antes de ser toro había novillo pudo, sin proponérselo y por esas cosas extrañas del destino, comprobar que los oficiales bajo su mando no llegaban, conforme a lo que había ordenado, con los quince minutos de antelación a la diana para controlar los escuadrones y preparar la levantada del contingente.
Siempre faltos de sueño los oficiales solteros exprimían entre las sábanas hasta los últimos minutos y, por consiguiente, se vestían apurados y emprendían veloz carrera para cruzar los cien metros de la plaza Acevedo que separaba el casino del cuartel. Nunca, sin embargo, alcanzaban a llegar con los quince minutos de anticipación ordenados y nunca, tampoco, habían sido sorprendidos.
Pero, como no hay plazo que no se cumpla y deuda que no se pague, no tardaría en llegar el momento de la verdad.
Faltaban cinco minutos para las seis de la mañana cuando el Teniente escuchó el golpe de diana mientras cruzaba a la carrera la plaza Acevedo y, sin detenerse, ingresaba al cuartel de “Guías”, pasando frente al centinela que custodiaba la entrada bajo una gruesa manta de castilla, al tiempo que sentía un fuerte puntapié asestado en sus posaderas y escuchaba una voz chillona que lo reprendía.
- ¡Otra vez atrasado el “huevoncito”!
Indignado, como es natural, el joven oficial se dio vuelta para increpar al insolente centinela pero..., cuán no sería su sorpresa al ver aparecer por sobre la manta de castilla la cara regordeta y colorada, que lo hacía acreedor a que a sus espaldas lo llamaran “Copucha”, del tropero Comandante riéndose burlonamente.
Desde entonces los oficiales se acostumbraron a llegar no con quince, sino con treinta minutos de anticipación a la diana........... y a pasar bien lejos del centinela.
EL “JUSIL” Y LA “MUCHILA”.
Por más que fuera el empeño que le ponían los alféreces aspirantes a jinetes de la gloriosa caballería en los menesteres propios del arma, siempre se les quedaba algo en el “tintero”.
Aseaban el ganado, limpiaban con esmero el equipo, ensillaban y, entre tarea y tarea, no olvidaban de acariciar a sus cabalgaduras y de regalarlos con un pan de azúcar, pero los matungos, con el conocimiento ganado en “mil batallas”, no se dejaban sobornar y en cada oportunidad que se les presentaba dejaban en ridículo a sus jóvenes jinetes ante sus instructores: El Capitán Prá, a quién cariñosamente llamaban “Don Froyo”, y el Teniente Ramón Valdés.
No eran pocas las veces en las que los alféreces, amargados por sus frustrados intentos por hacer bien las tareas, se confesaban sus debilidades entre ellos y, de paso, comentaban con los soldados ordenanzas la instrucción, deslizando, como que no quiere la cosa, los errores cometidos, con la esperanza de obtener, sin pedirlo, algún sabio consejo de la experiencia que se nutre con los años.
No faltaba, como no ha faltado en el curso de la historia militar, el soldado pícaro y ladino que hace de ordenanza, y que entre sus funciones considera la de hacer de amigo, de padre protector, de fiel compañero de alegrías y tristezas, de enfermero y del fiero camarada que cubre las espaldas del jefe a quien sirve, pero que, a su modo, también reprende. Así era el Soldado Pinto.
En cierta ocasión, en que nada salió bien dentro del picadero, lo que motivó que el Teniente Instructor tapara de garabatos y denuestos a los alféreces, éstos regresaron amurrados y cabizbajos a las pesebreras donde se encontraron, en lugar del consuelo y descanso acostumbrado, con un Soldado Pinto enojadísimo, que con voz socarrona y grave, al igual que un padre que recrimina a sus hijos, les espetó como advertencia:
- Si se siguen portando mal con la caballería, mi Teniente Valdés les va a regalar un “jusil” y una “muchila”.
Afortunadamente, para las aspiraciones de los alféreces, las predicciones del Soldado Pinto no se cumplieron.
LOS PAVOS DEL COMANDANTE.
Recién habían arribado los dos nuevos oficiales al Séptimo de Caballería y, naturalmente, esperaban ser objeto de alguna de las bromas tradicionales que se acostumbran en estos casos, sin embargo, transcurrieron los primeros días sin que nada ocurriera, lo que indujo que los alféreces entraran en confianza, que era, precisamente, lo que los oficiales más antiguos deseaban.
Como primera medida se dispuso que los alféreces ingresaran al rol de guardia en calidad de Ayudantes del Oficial de Servicio, como una forma de aprender las tareas propias de ésta función que luego les tocaría desempeñar.
Pero las cosas no se dieron como la esperaban los alféreces, ni tampoco como la preparaban los oficiales, por lo menos en lo que se refiere a uno de los jóvenes.
Tras recibir la guardia, como ayudante del Oficial de Servicio, de manos de su camarada más antiguo, el joven Alférez, a quién llamaban cariñosamente el “Pollo”, acompañó a su instructor en la materia, un Subteniente próximo a Teniente, a la consabida ronda inicial por las cuadras de los conscriptos, las naves, los talleres, el rancho y los almacenes, todas dependencias que fueron inspeccionadas en detalle, dejando el Oficial de Servicio mañosamente para el final los rectángulos y la vega, que quedaban separadas de la calle por el canal “Las Pocitas”, frente al Matadero Municipal, a cuyo lugar llegaban diariamente una numerosa cantidad de gallinazos: aves de rapiña parecidas a los pavos, que se instalaban al “agüaite” en espera de los desperdicios que desechaba el matadero.
- Alférez – le dijo el Subteniente al llegar, indicando a los gallinazos -, aquí están los pavos de mí Comandante. ¡Cuídelos como si fueran suyos! Él, personalmente, se preocupa de ellos y pobre de quien los descuide, porque corre el riesgo de irse derechito arrestado a su pieza.
- ¡Sí, mí Teniente! – contestó el Alférez y, sin esperar respuesta, se acercó a contarlos uno por uno, lo que no le fue difícil pues los plumíferos, recién almorzados, permanecían inmóviles descansando.
Luego de terminada la ronda, y con instrucciones precisas del Subteniente, el Alférez continuó solo con sus tareas, regresando varias veces durante la tarde a contar los pavos del Comandante, tratando de verificar que el número de ellos coincidiera con el registrado al comienzo de la guardia, lo que en cada ocasión se le dificultada cada vez más, pues después de su digestión las aves se movían de uno a otro lado escarbando y buscando algo que comer.
En cada una de las rondas que siguieron a las primeras se hizo acompañar, entonces, por algunos conscriptos, para que lo ayudaran a contar, pues siempre los resultados eran distintos: algunas veces el número de “pavos” era mayor y en otras menor, pero nunca coincidía, lo que lo inquietaba de sobremanera. En todo caso siempre comprobó que los “pavos” estaban ahí, de cuerpo presente.
Al día siguiente, muy temprano, antes de la iniciación del servicio, lo primero que hizo el Alférez fue dirigirse de nuevo a la vega, preocupado por constatar el número y el estado de los “pavos” del Comandante, pero.........., cuál no sería su sorpresa al encontrar el sitio vacío. Inútiles fueron todas las rondas que pasó, sin dejar lugar alguno sin investigar: los “pavos”, simplemente, no aparecieron.
Ante lo tremendo de la situación, imaginando que su corta carrera militar llegaba a su fin antes de comenzar, el afligidísimo Alférez decidió que lo mejor era anticiparse a los hechos y dar cuenta él mismo de lo ocurrido, antes que la desaparición fuera descubierta.
- ¡Mí Teniente! – dijo, apersonándose ante el Oficial Ayudante del regimiento, y agregó -. ¡Los “pavos” de mí Comandante han desaparecido.
- ¿Los “pavos” de quién...? – preguntó el Teniente René Jarpa, sin lugar a dudas sorprendido.
- ¡...De mí Comandante, mí Teniente! – respondió el Alférez algo titubeante, intuyendo que algo extraño sucedía.
- ¿Cuáles pavos, Alférez? – volvió a preguntar Ayudante.
- ¡Los que mí Comandante tiene en la vega, mí Teniente!
- Esos no son pavos, Alférez, esos son gallinazos – le aclaró el Ayudante moviendo la cabeza.
Allí fue, entonces, que el Alférez descubrió que había sido objeto de una broma, pero que, en todo caso, era mejor que haberse ido arrestado si hubiese sido cierto lo de los “pavos” del Comandante.
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