martes, 2 de diciembre de 2008

MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA





“MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA”

"La ley de la historia consiste en no decir nada que sea falso ni ocultar nada que sea verdadero". (Cornelio Tácito, historiador latino ¿55-120?)

PRÓLOGO


“MORANDÉ 80. ACCESO OCULTO HACIA LA HISTORIA”, de Víctor Catalán Polanco, sin duda no es una novela de lectura fácil que lleve al lector por senderos de fantasía, donde se entrecruzan héroes y villanos; mujeres hermosas y más de alguna taberna donde se fraguan historias inconfesables inspiradas en los vapores del alcohol. No. La obra es un ensayo acabado, serio y de gran profundidad sobre nuestra historia patria observada desde la perspectiva del pensamiento que pudiésemos denominar ‘tradicional’ de nuestras fuerzas armadas y de sus conocidas -aun cuando pocas veces mencionadas en forma sistemática - incursiones en la vida política de la nación: desfilan así por estas páginas, dignas de una investigación académica de postgrado, la Milicia Republicana, la matanza del Seguro Obrero, la Línea Recta, el tacnazo, el tanquetazo que fuera expresión de las intenciones del Regimiento Blindado Nº 2 a pocos días del 11 de Septiembre de 1973. Ciertamente que entre otras actividades de esta índole - más bien variadas otras -, que por cierto no escapan al ojo avizor y documentado del autor. Tal vez sea ésta la más completa recopilación de las aventuras políticas de los cuerpos armados que llevó al jurista y hombre público Pablo Rodríguez Grez a sostener, en el prefacio de su obra “El mito de la democracia en Chile” que en nuestro país “jamás ha existido un régimen democrático de acuerdo al concepto verdadero del vocablo”, destacando, en esa ocasión, que “las dolorosas lecciones que nos impone el pasado deben ser el fundamento de lo que anhelamos construir en el futuro”.
Magistrales son las descripciones que Catalán Polanco hace de la ciudad capital de los años 50, y educativas sus explicaciones de las utopías anarquista y nacionalista, para culminar en una sentencia lapidaria que, sin embargo, posee una vigencia perdurable en el tiempo, para mal de todos nosotros: “Nadie puede poner en duda - nos dice el autor - que los partidos políticos fueron, son y seguirán siendo sólo grupos oligárquicos, más interesados en el poder que en el bienestar ciudadano, y que sólo subsisten en virtud de una legislación creada por ellos mismos para preservarse”.
El texto asume, en ocasiones, ribetes de un acabado análisis sociológico, tanto cuando refiere las conductas de los ‘garantes de la soberanía patria, como al formular una magnífica descripción de los modos de actuar del terrorismo, al que no es ajeno, ciertamente, el XXII Congreso General del Partido Socialista llevado a efecto en la histórica ciudad de Chillán en 1967, donde se convoca al pueblo a asumir las armas para efectuar los profundos cambios que la sociedad entonces reclamaba. A punta de balas y fusil el país debería transformarse en otro, ajeno y distinto, mejor para algunos; intolerable para muchos. Era la siembra fecunda de los gérmenes marxistas de la intolerancia, del caos y del desgobierno de comienzos de la década de los 70.
Era el inicio de aquellos ‘negros nubarrones que comenzaron a oscurecer el cielo patrio’, donde el insulto, la grosería, el desprecio por los valores esenciales de la nacionalidad; la ocupación violenta de la propiedad privada; los ataques a los medios de comunicación; el desabastecimiento de los bienes esenciales para la subsistencia familiar; la inflación anual que superaba el 300%; el irrespeto por la autoridad, las instituciones y las jerarquías; el incumplimiento de los fallos judiciales, y otras ‘proezas’ marxistas de semejante índole, se habían entronizado en nuestro suelo por hordas armadas, insurrectas, que sobrepasando al propio Jefe del Estado o incorporadas a sus estamentos más cercanos se desplazaban arrasándolo todo, vejando lo más sagrado de nuestras tradiciones democráticas y culturales. Eran los albores de ese Once tan esperado por tantos, y tan temido por otros. Porque, como señala el autor, “la arrogancia revolucionaria fue el camino que los condujo a la derrota”… algo así como esa otra soberbia, esa ‘Fatal Arrogancia’ de que nos habla el Nóbel de Economía Friedrich Von Hayek, al referirse a los planificadores centralizados de toda la vida económica y social de los pueblos… arrogancia también ésta que terminó en el dolor, el hambre y la pobreza de los pueblos que debieron sufrirla por algo más de los mil aciagos días nuestros…
Documentos de especial interés histórico se insertan íntegramente en el libro que comentamos: la carta del ex Presidente de la República don Eduardo Frei Montalva a Mariano Rumor, entonces Presidente de la Unión Mundial Democratacristiana; o la intervención del hoy ex Presidente don Patricio Aylwin Azócar en el Senado de la República; o el oficio de la Cámara de Diputados representando al Jefe del Estado y a sus ministros el grave quebrantamiento del orden institucional y legal de la República, entre tantos otros que hacen de la obra un ensayo que es, al mismo tiempo, un compendio histórico de proporciones. Investigadores, académicos, analistas políticos, estudiantes universitarios, encontrarán en ella un caudal inagotable de informaciones veraces y auténticas cuya compilación es ardua tarea. Tal vez algunos políticos puedan encontrar reproducidas muchas de sus actitudes y ello los conduzca a variar los caminos de colisión sustituyéndolos por los de encuentro. Porque como anotara Pablo Rodríguez en la obra mencionada con anterioridad, “quienes desconocen la historia no pueden proyectar el porvenir”. La proclama de las fuerzas armadas, leída el Once de Septiembre por el General Roberto Guillard Marinot, transcrita fielmente en el ensayo que comentamos, es una advertencia seria y permanente a la entronización del socialismo marxista vestido de piel democrática en los países de sólidas tradiciones libertarias como el nuestro, donde el estado de derecho es la base y el fundamento de una sana convivencia social, económica e institucional.
Los últimos momentos vividos en el Palacio de La Moneda reflejan el dramatismo de un final insoslayable, donde el autor - inspirado sin duda alguna en su percepción intuitiva del alma humana - reflexiona sobre los pensamientos que pudieron haber atormentado la mente del Presidente Allende: “En esos momentos debió haber visto con claridad – nos dice - la otra cara de la medalla, aquella cuando la legalidad es sobrepasada, cuando no hay a quién recurrir, cuando no hay donde ampararse, cuando la desesperación y la impotencia invaden a aquellos que son violentados en sus derechos y expulsados de sus posesiones por la fuerza…”. “Cuando ha llegado el momento en que los Poderes no son obedecidos, cuando el acuerdo social se ha roto y el imperio de la ley se ha perdido”. Recuerdo haber escrito, hace algunos años, que en mis personales creencias sobrenaturales, pienso que al momento de morir la vida que hemos llevado es íntimamente juzgada por nosotros mismos, para lo cual Dios nos ha provisto de un estado de alerta consciente de alta perfección que es capaz de indicarnos con claridad si hemos actuado bien o mal en cada una de las instancias de nuestra vida. De este juzgamiento deriva nuestro cielo y nuestro infierno. ¿Será a esto a lo que se refiere Víctor Catalán? O, ¿tal vez su mención haya sido hecha a esa memoria consciente que, como la ráfaga de la metralla que acabaría con su vida, por la mente de Salvador Allende cruzaron veloces todos aquellos errores que con ahínco había buscado sublimar como gesta heroica y que, con la sabiduría que brinda la muerte cercana, recién vino a advertir como sus infinitas equivocaciones políticas, económicas, administrativas y humanas?
En la misma forma en que el autor es drástico y punzante en sus opiniones sobre el gobierno marxista, lo es para referirse a los errores de las nuevas autoridades militares: la inmediata creación de un organismo encargado de la seguridad y el desarrollo nacionales – la DINA - y de una Comisión designada para aunar criterios y acelerar los procesos incoados en los consejos de guerra - luego denominada ‘caravana de la muerte’ por el ingenio popular y periodístico -, fueron, en el juicio certero de Catalán Polanco, resoluciones de funestas consecuencias para nuestras fuerzas armadas. La primera de esas determinaciones lleva al autor a efectuar una reseña, breve pero muy completa, de las andanzas de la tristemente famosa Policía Secreta del Estado Alemán, “la Geheime Staats-Polizei, conocida como la temida GESTAPO … creada por Hitler y organizada por Heinrich Himmler … con su sucesión de muertes dudosas de generales que habían expresado una opinión contraria a su infiltración en todos los estamentos de la defensa nacional alemana; donde fueron frecuentes los ataques cardíacos repentinos sin patologías previas, o las sucesivas caídas de aviones… entre tantas y tantas acciones criminales que el tiempo fue dejando al descubierto, como siempre suele ocurrir con todas las cosas, porque al parecer la Verdad es una guerrera incansable e indomable que siempre termina imponiéndose, a veces solapadamente, otras, a sangre y fuego… con molestia de muchos y la odiosidad de otros tantos. Lo curioso de estas cualidades de la Verdad es que lleva a algunos a no querer verla, a negarla, a decir que no existe, que no está… que su visión son sólo desvaríos de mentes enfermas, así como la de ellos mismos…
La pluma de Catalán Polanco se torna punzante y temiblemente veraz cuando recuerda la mitología griega y a su protagonista Caronte, imagen misma de la muerte y sus rigores, encarnada en el viejo nervudo de ojos sombríos y secos; ‘verdugo al servicio de los poderes del infierno’: Caronte, sociedad comercial con gestión en Panamá, encargada de financiar ‘ciertas’ actividades de la DINA, como podría haberlo sido el Ejército paralelo, organizado con estructura propia y recursos suficientes. Demoníaco. Como demoníacas fueron las motivaciones sociológicas, ideológicas, y de variada índole que le dieron origen y le llevaron a infiltrarse en todos los sectores de la nación y a extender sus tentáculos incluso fuera de sus fronteras territoriales: “…cuando el fanatismo suplantó a la razón, cuando el sectarismo ideológico obnubiló el entendimiento y cuando invadió y amenazó con destruir hasta los cimientos mismos los núcleos familiares…”. ‘Una cosa por otra’, como por tanto tiempo se ha sostenido… y muchos lo hemos repetido, sin detenernos siquiera un instante a reflexionar en que en la vida civilizada existen jerarquías valóricas, morales, éticas, humanas… que hay principios inmutables que nada puede justificar su avasallamiento.
Y esa misma pluma conmueve el alma cuando habla de la frustración de los sueños de tantos jóvenes que ingresaron a los institutos armados, plenos de ilusiones de un desempeño brillante al servicio de la patria, que hoy esperan largas condenas tras las rejas de cárceles que debieron ser improvisadas para ellos, por haber dado cumplimiento a las claras y precisas instrucciones del mando, motivadas, a su vez, por las torpes ideologías que habían conducido al país al caos y la miseria, material y espiritual de fines de los 60 y comienzos de la década insurrecta.
La obra del autor es, como lo señaláramos, un ensayo de vastas proporciones, en cuanto convoca a la más profunda y sincera reflexión a quienes tienen la elevación moral necesaria para ello. Es un trabajo de investigación de alto nivel y sus páginas debieran constituir una guía para políticos e idealistas utópicos; para nuestras fuerzas armadas y, muy particularmente, para quienes - en ambos bandos - han tenido que sufrir las dolorosas consecuencias de un desencuentro fratricida que unos contribuyeron a desencadenar y que otros excedieron en reprimir.

Santiago, 31 de Julio de 2003.-


Mónica Madariaga Gutiérrez
Abogado
Ex Ministra de Educación y de Justicia
del Gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden.




PALABRAS DEL AUTOR.

Debo, primero, dejar claramente establecido que durante la década de los años sesenta y principios de los setenta fui, cien por cien, proclive a una intervención militar, por el manifiesto y creciente deterioro que experimentaba el sistema político imperante y por considerar que un régimen militar era la única fuente posible de la que podía emerger una solución equilibrada y justa para un país tercermundista y permanentemente en el subdesarrollo. Creo que el tiempo me dio medianamente la razón.
No es ésta una justificación personal por mi forma de pensar, ni tampoco una defensa a ultranza de los errores, y si se quiere delitos, en que el gobierno militar autoritario pudo haber incurrido durante su gestión, aunque llame profundamente la atención la forma en que los sectores políticos involucrados han ido enfrentando las secuelas de los hechos producidos a raíz del pronunciamiento militar de 1973, olvidando, deliberadamente, las causas de la intervención, que no fueron otras que la consecuencia de sus propias inconsecuencias y de la incompetencia de los partidos y sus protagonistas para preservar un sistema que persisten en mal llamar democrático, hoy restaurado por los mismos que, sentados en el banquillo de los acusados, son juzgados por los verdaderos culpables del entonces supuesto quiebre institucional, que hoy se erigen como jueces.
Mientras, por un lado, el de los supuestos ofendidos, se promueve un abundante material propagandístico que ha invadido los campos de las artes en todas sus áreas, por el otro lado se guarda un silencio que para algunos pudiera ser de significación culpable. En la literatura, por ejemplo, se divulgan profusamente textos que no difieren principalmente unos de otros, con el mismo fin publicitario, sacrificándose la verdad histórica en aras de intereses partidistas.
Sin pretensiones literarias que me distraigan de la satisfacción de intentar exponer una visión histórica ajena a intereses personales, con la objetividad propia del ciudadano común y corriente, me he embarcado en éste libro, plenamente consciente de las dificultades que debemos superar quiénes, los que como yo, no tienen la facilidad para trasladar pensamientos e ideas a la expresión escrita.
“Los Zarpazos del Puma”; “La Historia Oculta del Régimen Militar”; “El Último Día de Salvador Allende”; “Chile, La Memoria Prohibida”; “La Misión era Matar”; “La Conjura”; “Pruebas a la Vista” (La Caravana de la Muerte) entre otras, son algunas de las obras, a las que se agregan numerosos testimonios y memorias de protagonistas de la época que se suman a lo mucho que ya ha dicho un mismo sector sobre un mismo tema. Es una amplia gama de publicaciones, presuntamente fruto de acuciosas investigaciones, que los historiadores tendrán a su disposición para cuando con seriedad y objetividad haya que escribir sobre lo acaecido a Chile en la segunda mitad del siglo XX. Muy poco o nada habrá, sin embargo, que rebata el cúmulo de acusaciones que se ciernen sobre las Fuerzas Armadas y Carabineros, salvo el libro, del General Manuel Contreras Sepúlveda, sobre la existencia de un Ejército Guerrillero, que no-suma nada de importancia significativa a lo ya conocido, como podrían haber supuesto las expectativas de los más optimistas.
Todas las publicaciones han sido escritas por personas que, de una u otra manera, estuvieron involucradas en los hechos, ya sea como exiliados, encausados, vinculados familiarmente con víctimas o como proscritos política e ideológicamente por el régimen militar.
Debo reconocer que hasta ahora hemos sido pusilánimes para enfrentar con honestidad uno de los tramos más terribles de nuestra historia.
El silencio de los actores señalados como culpables, amparados en equivocadas concepciones de la lealtad, ha dado margen suficiente para que proliferen escritos sobre los mismos hechos narrados con terminología diferente que, en su esencia, nada nuevo aportan y que, por el contrario, algunos parecieran ser sólo copias de otros. Una simple y rápida investigación así lo confirma.
El Cuerpo de Generales y Almirantes en Retiro, llamados a ser la voz que estremezca a Chile en defensa de los subalternos inculpados y a señalar los caminos que la historia y las verdaderas lealtades a la Patria y a las Instituciones de la Defensa Nacional reclaman, se sumergen en una prudencia mal entendida y en la timidez propia que a algunos les permitió llegar a generales.
El homicidio del recién egresado Subteniente Héctor Lacamprette; el del ex Ministro Edmundo Pérez Zujovic; el del edecán naval, Capitán de Fragata Arturo Araya Peteers; las escuelas y los campos de entrenamiento guerrillero; las tomas de terrenos; los acuerdos políticos para la toma del poder total por medio de la vía violenta; las declaraciones y los llamados a la creación de organizaciones violentistas; el ingreso de revolucionarios marxistas extranjeros; las acciones contra los bancos, llamadas expropiaciones; los cordones industriales; la internación de armas; los resquicios legales para burlar las resoluciones legislativas o los dictámenes de los tribunales de justicia; los llamados a la insubordinación del personal militar; todos, hechos previos al 11 de septiembre, parecieran que fueron solamente fruto exclusivo de una singular imaginación y por ello, quizás, quienes tenían como obligación la de actuar para preservar el entonces llamado sistema democrático, no lo hicieron.
Con una desvergüenza rayana en lo increíble, partidos y políticos de entonces, hoy se constituyen en jueces y, con una cobardía moral sin límites, se niegan a asumir las responsabilidades que les cupo por haber sumido al país entero en una vorágine de violencia que ellos, con su incapacidad, provocaron, y de la que otros pretendieron sacar provecho.
A más de treinta años de la intervención militar, aún nos debatimos entre corrientes que hacen inalcanzable cualquier acercamiento o conciliación, por la pusilanimidad de unos y la irresponsabilidad moral de los otros.
“Dobla la cerviz - ¡Oh, fiero guerrero! - y ama lo que has odiado y odia lo que has amado”, fueron las palabras del Papa León III al coronar Emperador de Occidente, en el año 800, a Carlomagno. Aman la paz los que preconizaron la violencia y, algunos de los que golpearon las puertas de los cuarteles, hoy día buscan justificaciones, mientras con hipócritas sonrisas restriegan sus manos con el “si, pero”, a flor de labios.
Pareciera que todo fluyera fácilmente, pero no es así. Cuando quise aventurarme en este terreno desconocido y traté de investigar lo que una cáfila ha sostenido que sí lo hizo y que ha transcrito testimonios para avalar sus dichos, me encontré con una pared imposible de soslayar que me ha privado de argumentar con una mayor solidez. Amparados, los unos, en una incomprensible concepción de la lealtad, no trepidan en sacrificar el prestigio de una institución para proteger a los otros que, con una también incomprensible lealtad, guardan culpable silencio, aunque ello implique que sus subalternos sean crucificados.
En efecto, al intentar investigar entre quienes fueron protagonistas o testigos, desde las filas castrenses, de los hechos que se denuncian como terrorismo de Estado o como violaciones a los derechos humanos, para poder así esgrimir una defensa, una justificación a lo que parcialmente se dice que ocurrió o, simplemente, para con objetividad hacer público las circunstancias y el cómo se desencadenaron los hechos que sitúan en el banquillo de los acusados a personal militar, en aquél entonces subalterno, me encontré con un muro impenetrable de silencio.
Y no es sólo el silencio el que entorpece la tarea, es también un manto de temor que pareciera envolver a los que hoy, ya despojados de sus uniformes, se sienten abandonados, arrinconados y objetos de la vindicta pública, producto de la feroz campaña en su contra desatada por las organizaciones políticas, en especial por las internacionales, y por sus agentes generosamente remunerados y distribuidos por el mundo entero. Y este temor se huele, se percibe en el ambiente, y cobra vida cuando, al intentar adentrarme en los recovecos de lo ocurrido, se me advierte que sería peligroso para ellos y para mí hacerlo, y se escudan en que lo que pueda decir tiene mucho más valor y más relevancia, por el hecho de ser ex uniformado, que lo que digan periodistas como la señora Patricia Verdugo, el señor Jorge Escalante, el señor Ascanio Cavallo, la señora Mónica González, o cualquier otro civil.
Personalmente, sin embargo, no lo entiendo así, puesto que los ex militares tienen una mayor y más real posibilidad de poder ponerse en el lugar de los actores uniformados y de entender la conducta asumida por ellos, así como también presumir los objetivos o las intenciones que perseguían quienes impartieron las órdenes.
Sabemos que el soldado está habituado a proceder de acuerdo a las órdenes recibidas de su superior jerárquico, porque así, desde sus tiempos de recluta, se lo han enseñado e inculcado con tal persistencia que el concepto de la disciplina penetra en su conciencia y se anida y apodera de ella hasta formar parte de su “yo” íntimo, profundo e insondable. El soldado sabe y siente que las órdenes debe cumplirlas, sin tener para nada en cuenta sus personales deseos ni sus más privadas convicciones. Su coraje, es un coraje muy propio, muy especial, algo muy distinto y muy lejano del valor puramente militar frente al enemigo, es el ZIVILCOURAGE del que habla Curt Riess en su libro “Gloria y ocaso de los Generales Alemanes”.
La finalidad de ésta observación histórica es contribuir a la reconciliación, pero es aquí donde discrepo con otros sectores que dicen tener el mismo objetivo, y por eso quiero que esos sectores no se equivoquen ni confundan las intenciones con debilidad o con una claudicación, dado que existe la convicción más absoluta que la reconciliación no puede lograrse con la sumisión de unos a los dictados o a las imposiciones de los otros.
Pero, debo dejar establecido que en nada contribuye a la reconciliación cuando los representantes de las organizaciones políticas se refieren al Gobierno Militar, según sea el caso o el interés que persigan, en forma majadera y despectiva, con términos tales como la Dictadura; la Tiranía; el Terrorismo de Estado; la Violación de los Derechos Humanos; el Costo Social, etc., mientras cada 11 de septiembre, sectores políticos de diferentes signos hacen llamados a movilizarse, a poner flores, encender velas y realizar marchas en conmemoración a su holocausto, para que cada 12 amanezca con una visión vandálica dejada como estela de esas movilizaciones, con semáforos destruidos, vehículos de la locomoción colectiva y particular incendiados, locales comerciales arrasados y saqueados, carabineros y civiles heridos, barricadas callejeras humeantes, etc., en tanto las autoridades responsables de la paz social, dan pobres explicaciones sindicando a delincuentes comunes infiltrados, sin vinculación política, como los causantes de los desordenes, en un claro y manifiesto reconocimiento de la incapacidad para garantizar la tranquilidad de la población. Ésta incapacidad, al margen de ser un atentado a los derechos de las personas y a la seguridad de la población civil, revive peligrosamente hechos que por experiencia debieran estar controlados.
Tampoco contribuye a la reconciliación cuando, a raíz de la inauguración del Memorial en recuerdo de los mártires de las Instituciones Armadas que cayeron víctimas de la guerra ideológica desatada - que para algunos no existió, pero de cuyo resultado dan testimonio las placas con los nombres de los que, tal como lo juraron, rindieron sus vidas por la Patria - políticos profesionales, como el señor Patricio Aylwin Azócar y el diputado señor Ricardo Hormazábal - presidente, éste último, por aquellos días, de la Democracia Cristiana - en concurrida conferencia de prensa hayan tenido la osadía de politizar dolorosos recuerdos al sostener que el acto en cuestión - realizado en la Fundación Pinochet con la presencia del General y ex Presidente de la República, de personal en retiro de las Fuerzas Armadas, de delegaciones de personal en servicio activo de la Defensa Nacional, de personalidades políticas que colaboraron con el Gobierno Militar, de una multitud de anónimos, fieles y leales seguidores de la figura militar y política más relevante del siglo XX y, principalmente, de los acongojados deudos de los mártires - tenía como propósito de la derecha publicitar - como si ello hubiese sido necesario - al General Augusto Pinochet, y le restaran importancia a un acto tan solemne en memoria a los caídos en enfrentamientos fratricidas, en los que ellos mismos tuvieron una gran cuota de responsabilidad que se produjeran.
No bastan los reconocimientos, no basta decir que se asumen las responsabilidades cuando, de tarde en tarde, algún político avergonzado las reconoce, mientras la población sufre las consecuencias de esas falibilidades.
Es un subterfugio demasiado simple incurrir o cometer y después reconocer una equivocación y punto. Eso, no es suficiente. A la ciudadanía no le basta.
Extraña profundamente también que después de todo lo que nos ha tocado vivir, de tantas situaciones traumáticas, de tantos odios y temores que nos han envuelto, haya aún quienes pretendan prolongar la tragedia, sin entender que si queremos buscar culpables de lo sucedido, debemos reconocer que los responsables, en parte, fuimos nosotros mismos.
No bastan las buenas intenciones ni las palabras de buena crianza. El camino, que se debe seguir, es el de la rectificación de las conductas que nos arrastraron al enfrentamiento. La arrogancia; el enfermizo sectarismo; el mesianismo; la interpretación de la verdad histórica, más allá del “politiqueo” inicuo; las descalificaciones absurdas; la torpe intransigencia partidista; el desprecio a los derechos de las minorías; y muchos males más que, pese a la experiencia vivida, insistimos en preservar y que son precisamente los que debemos erradicar.
Más que el reconocimiento de culpabilidad, más que el perdón que unos exigen a los otros, es necesario que todos reconozcamos la verdad histórica de lo que ocurrió y asumamos la cuota de responsabilidad que nos corresponde.
Sin embargo, es preciso que alguien dé respuesta a las interrogantes que la ciudadanía se plantea frente a las reiteradas afirmaciones sobre nuestra tradición democrática, sobre la no-deliberación de las Fuerzas Armadas, sobre el problema insoluble de la cuestión social, sobre la igualdad, sobre la libertad, sobre el control del poder por parte de las minorías oligárquicas, sobre lo que ocurrió previo a la intervención, sobre la proliferación de grupos armados, sobre los campos de entrenamientos y sobre quién debe pedir perdón al soberano pueblo que, por confiar en los representantes que surgieron de los grupos fácticos de poder dentro de las organizaciones partidarias de todos los colores, debió sufrir, con sus libertades y derechos conculcados, durante casi dos décadas, las consecuencias de un gobierno militar, enérgico y autoritario pero necesario para reconstruir un país que había sido arrasado por la incompetencia de los que tenían la obligación de engrandecerlo.
La visión histórica e informada aquí expuesta es la de un ciudadano común y corriente, parte integrante de esa inmensa mayoría silenciosa que no tiene canales de expresión, pero que sí tiene opinión, y que ha tratado de ser honesto, objetivo y consecuente con la independencia de su conciencia.
Tampoco puedo dejar pasar la ocasión para lamentar la indiferencia que he podido apreciar en los sectores del personal militar en retiro. Indiferencia que se manifiesta, con honrosas excepciones personales y colegiadas, en el silencio que guardan frente a las situaciones aflictivas que afectan a algunos camaradas de armas.
Pareciera que para algunos, al pasar a retiro, el espíritu de cuerpo quedó adherido al uniforme que tuvieron que dejar.
Los recuerdos de la vida militar, por muy corta que haya sido, nos puede alimentar por el resto de nuestras vidas, pero debemos comprender que al dejar el servicio activo, la vida no ha terminado, sino que es una nueva vida la que comienza que no podemos ignorar, e inmersos en ella tenemos que desenvolvernos.

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