lunes, 7 de enero de 2008

EL ROSECO (CUENTO)

EL ROSECO.

Por Víctor Catalán Polanco

De mirada huidiza enmarcada en un rostro con una cerrada barba oscura, casi negra, que ocultaba una piel seca y granujosa, “El Roseco”; apodo por el que era conocido; acostumbraba a aguardar a sus víctimas las noches de luna nueva amparado por las sombras de alguno de los oscuros callejones que cruzaban, en los extramuros de la ciudad, el camino de las carretas, prolongación del callejón principal; el de Las Agustinas; que, entre álamos, se extendía hacia el poniente para entroncar con el camino a Valparaíso.
“El Roseco” tenía buen ojo para elegir, o quizás era el azar el que ponía a su alcance a los más débiles o desprevenidos. No atacaba a sus víctimas sino era con ventaja y por sorpresa, a las que se acercaba simulando una pronunciada cojera a implorar una limosna. Cuando el viajero generoso se inclinaba para extraer desde su alforja algún real como dádiva para el lisiado, “El Roseco”, a traición y a mansalva, hundía, en la espalda de su benefactor, el afilado puñal que traía oculto entre sus harapos, y allí, desprovisto de todos sus bienes de valor y de su propia vida quedaba el cadáver, a la intemperie, expuesto a la voracidad de cerdos y de ratones que campeaban por el lugar.
Habitualmente, tras cometido un crimen, eludiendo a las patrullas policiales y de serenos, se deslizaba por las desoladas calles del Santiago; todavía de aspecto colonial; para enfilar finalmente por la de La Compañía de Jesús hasta llegar a la que fuera, en sus orígenes, el cañadón del conquistador Diego García de Cáceres, y en la confluencia de ambas vías, en la esquina nororiente, desaparecía en medio de unas zarzamoras que ocultaban un viejo murallón, medio derruido y agujereado por el tiempo, por uno de cuyos forados ingresaba hasta su vivienda, un rancho de madera revocada con barro y con un magro techo de paja, junto al cual un delgado tronco hacía de perchero; en el que colgaba su manta y su chupalla; y una estaca, a la que atada siempre le esperaba su yegua, una jaca de oscuros y desordenados crines; su más preciado tesoro; que mordisqueaba eternamente la mielga que crecía en el lugar.
Sus pocas amistades, rufianes como él, lo conocían solo por su apodo, “El Roseco”, y así lo llamaban, aunque a sus espaldas se burlaban del sobrenombre. En su ausencia al aludirlo se referían a él como “El Reseco”, por lo apergaminado de su rostro. Dicen que las sílabas que componían su alias obedecían, la primera, al nombre, la segunda, a su apellido paterno y, la tercera, al materno, aunque bien vale la pena aclarar que jamás se le conoció padre alguno, pese a que él siempre afirmaba, entre su círculo de allegados, que era hijo de un soldado español, de encumbrado linaje, que había muerto heroicamente al servicio de Chile combatiendo a los mapuches en la frontera del Bío-Bío. La historia de sus orígenes, oralmente trasmitida hasta nuestros días, ya transformada en leyenda, no tiene ninguna base de sustentación que la confirme como verdadera.
Para las patrullas policiales encargadas de la seguridad, a cuyos oídos habían llegado los rumores que atribuían, a los que todos conocían sólo por “El Roseco”, la responsabilidad de los asesinatos que desde hacía un tiempo venían ocurriendo en algunos sectores de la capital y cuya característica común a todos ellos era el apuñalamiento por la espalda de las víctimas, sin embargo, era simplemente “El Malandrín”, o El Malandra”, o “El Pelacaras”, como preferían nombrarlo los alguaciles puesto que, copiando a las bandas de salteadores rurales que asolaban los llanos de Maipú, los cerros de Teno o los valles de Quillota, descueraba el rostro de sus víctimas para dificultar su reconocimiento, retardando de esta forma las investigaciones.
“El Malandra” sabía que no era ni sería, a todo esto, una leyenda, como era el caso de aquellos que, como el hacendado Paulino Salas, alias “El Cenizo”, aterrorizara los campos del Maule y cuyas hazañas en beneficio de los más pobres quedaron por largo tiempo en la memoria del pueblo. “El Malandra”, en cambio, era un vulgar ladrón y asesino que se sabía cobarde, guiado sÓlo por sus bajos instintos de rapiña, e incapaz de albergar ningún sentimiento de nobleza.
Pero el sujeto tenía, aunque egoístas, sentimientos que lo hacían soñar despierto en su madriguera que orillaba con el Cañadón de don Diego, convertido hoy en avenida Brasil. Se veía por las tardes, después de la siesta, haciendo su aparición por las tabernas y ramadas; que, alejadas de la zona urbana, se instalaban al final poniente de la Cañada o en el barrio de la Chimba; envuelto en una larga capa granate que bordeaba sus tobillos. En sus sueños cambiaba los harapos; su ropa de trabajo; por un sombrero apuntado, una camisa con encajes, un levitón anticuado de alto cuello y de anchas solapas cuyas puntas tocaban el nacimiento de las mangas, un chaleco de raso, pantalones negros y botines acordonados por sobre los tobillos. Su mano izquierda, en su estado onírico, se le aparecía mostrando dos grandes sortijas en los dedos índice y anular, mientras en la derecha sostenía un bastón con borlas. La combinación de prendas y de colores pasados de moda, con otros muy en boga, hacía que su atuendo fuera un conjunto en el que predominaba el mal gusto, pero que hacía que él se sintiera elegante como para exhibir su pequeña estatura; que se elevaba a sÓlo un metro y cincuenta y cinco centímetros del suelo; por entre las chinganas, donde los guitarrones, junto al arpa, el rabel y la vihuela, lanzaban los aires de fandangos y sirillas.
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Con su mirada aviesa y huidiza el Roseco, desde el entarimado que dominaba la Plaza de Armas de la Capital del Reino observaba, aquella mañana, a la multitud de indios, negros, zambos y mulatos que se congregaban a su alrededor, y a las damas de la sociedad y a los señorcitos que se protegían, bajo las arcadas de los portales, de los intensos rayos solares del caluroso verano que caían verticalmente sobre la explanada donde prevalecía el polvo en lugar de la vegetación.
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En medio de sus sueños; y como ocurría, en la realidad, de tarde en tarde; escudriñaba en busca de caras conocidas entre los parroquianos que comenzaban a acudir a las ramadas. En sus fantasías sentía que en sus faltriqueras llevaba una buena provisión de moneda dura, que a cada momento palpaba por sobre su ropa, producto, como era de imaginar, de una fácil cosecha en la noche anterior, suficiente como para alardear generosamente e impresionar a los mestizos del centro de la ciudad, y a los jóvenes aristócratas calaveras; a quienes tanto envidiaba; que acostumbraban a visitar, en sus días de juerga, las ramadas de los arrabales en busca de diversión.
En su imaginación, las sombras de la tarde otoñal que se extinguía, ya caían sobre la ciudad, mientras, fuera de las chinganas, la oscuridad de la noche comenzaba a envolver los senderos haciéndolos, a cada momento, cada vez más peligrosos. “El Roseco” era cobarde, sólo atacaba sobre seguro, y esa oscuridad por la que transitaban otras almas le asustaba. Era, entonces, cuando los sueños de “El Malandra” se transformaban en una siniestra pesadilla. Temía ser el blanco de algún puñal traicionero que sorpresivamente surgiera, tal cual él acometía, desde las sombras.
Al verse solo, como otras tantas veces ocurría, volvía la recurrente pesadilla y volvía, también, en medio de sus temores, a deslizarse, una vez más, fuera de la ramada para montar su jaca que, como siempre, había permanecido amarrada a las puertas de la taberna, y torciendo bridas se veía ascendiendo por la Cañada en dirección a la cordillera, hasta el callejón de García Cáceres, por donde enfilaba hacia su mísero rancho.
“El Roseco” recordaba que aquella noche las alucinaciones habían sido más opresivas que de costumbre, y que un extraño presentimiento lo embargaba. Reavivó en sus recuerdos el fuego desde los tizones que humeaban en el tosco brasero de cobre, bajo el añoso árbol que cubría con sus ramas el rústico techo de su rancho, y se dispuso a calentar un mate al que antes de beber le agregó abundante aguardiente. Un viento suave y cálido había comenzado a soplar como preludio de una lluvia otoñal que se anunciaba, mientras la claridad de una luna en cuarto menguante disipaba la oscuridad que se escapaba para cobijarse bajo las arboledas. “El Roseco”, no saldría. Los viajeros nocturnos que ingresaban a la capital desde el norte, por el puente de Cal y Canto, y los que provenían desde Valparaíso y que cruzaban por el poniente el peligroso llano de Guangualí, podían sentirse tranquilos. “El Malandra”, descansaría.
Cuando la tenue claridad del alba, que anunciaba el despertar de un nuevo día, y el sueño comenzaba a vencerlo, mientras el fuego de la palangana se extinguía, el ruido seco de unos disparos, que a su cerebro embotado por el alcohol le parecieron distantes y esporádicos, le despabilaron bruscamente, y allí, frente a la choza, estaban los alguaciles.
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Los que le conocieron cuentan que “El Roseco”, desde la tarima, entornaba los ojos y giraba, intermitentemente, a izquierda y derecha la cabeza, como si tratara de ahuyentar los recuerdos de cuando fue apresado al interior de su rancho, después de ser denunciado por un conocido concurrente, asiduo de las chinganas, tras ser sorprendido, infraganti, robando la bolsa con monedas de oro desde el cuerpo del parroquiano que acababa de asesinar, a pasos de la posada de la Beñuca, en el barrio de la Chimba, en la ribera norte del Mapocho.
Todos atestiguaron en su contra.
Sintió, de pronto, un nudo que le oprimía con fuerza la garganta, mientras el corazón se le constreñía violentamente y un sudor frío le empapaba el rostro. Alcanzó, entonces, a escuchar el crujir de la trampa, vio, con los ojos desorbitados, girar el cielo, y todo se oscureció.
El cuerpo quedó bamboleándose, suspendido de la horca, mientras el pueblo, en silencio, se dispersaba, y las damiselas y señorcitos, en los portales, se aprestaban a tomar como aperitivo, antes del almuerzo, una copita de jerez.

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