lunes, 7 de enero de 2008

EL ROSECO (CUENTO)

EL ROSECO.

Por Víctor Catalán Polanco

De mirada huidiza enmarcada en un rostro con una cerrada barba oscura, casi negra, que ocultaba una piel seca y granujosa, “El Roseco”; apodo por el que era conocido; acostumbraba a aguardar a sus víctimas las noches de luna nueva amparado por las sombras de alguno de los oscuros callejones que cruzaban, en los extramuros de la ciudad, el camino de las carretas, prolongación del callejón principal; el de Las Agustinas; que, entre álamos, se extendía hacia el poniente para entroncar con el camino a Valparaíso.
“El Roseco” tenía buen ojo para elegir, o quizás era el azar el que ponía a su alcance a los más débiles o desprevenidos. No atacaba a sus víctimas sino era con ventaja y por sorpresa, a las que se acercaba simulando una pronunciada cojera a implorar una limosna. Cuando el viajero generoso se inclinaba para extraer desde su alforja algún real como dádiva para el lisiado, “El Roseco”, a traición y a mansalva, hundía, en la espalda de su benefactor, el afilado puñal que traía oculto entre sus harapos, y allí, desprovisto de todos sus bienes de valor y de su propia vida quedaba el cadáver, a la intemperie, expuesto a la voracidad de cerdos y de ratones que campeaban por el lugar.
Habitualmente, tras cometido un crimen, eludiendo a las patrullas policiales y de serenos, se deslizaba por las desoladas calles del Santiago; todavía de aspecto colonial; para enfilar finalmente por la de La Compañía de Jesús hasta llegar a la que fuera, en sus orígenes, el cañadón del conquistador Diego García de Cáceres, y en la confluencia de ambas vías, en la esquina nororiente, desaparecía en medio de unas zarzamoras que ocultaban un viejo murallón, medio derruido y agujereado por el tiempo, por uno de cuyos forados ingresaba hasta su vivienda, un rancho de madera revocada con barro y con un magro techo de paja, junto al cual un delgado tronco hacía de perchero; en el que colgaba su manta y su chupalla; y una estaca, a la que atada siempre le esperaba su yegua, una jaca de oscuros y desordenados crines; su más preciado tesoro; que mordisqueaba eternamente la mielga que crecía en el lugar.
Sus pocas amistades, rufianes como él, lo conocían solo por su apodo, “El Roseco”, y así lo llamaban, aunque a sus espaldas se burlaban del sobrenombre. En su ausencia al aludirlo se referían a él como “El Reseco”, por lo apergaminado de su rostro. Dicen que las sílabas que componían su alias obedecían, la primera, al nombre, la segunda, a su apellido paterno y, la tercera, al materno, aunque bien vale la pena aclarar que jamás se le conoció padre alguno, pese a que él siempre afirmaba, entre su círculo de allegados, que era hijo de un soldado español, de encumbrado linaje, que había muerto heroicamente al servicio de Chile combatiendo a los mapuches en la frontera del Bío-Bío. La historia de sus orígenes, oralmente trasmitida hasta nuestros días, ya transformada en leyenda, no tiene ninguna base de sustentación que la confirme como verdadera.
Para las patrullas policiales encargadas de la seguridad, a cuyos oídos habían llegado los rumores que atribuían, a los que todos conocían sólo por “El Roseco”, la responsabilidad de los asesinatos que desde hacía un tiempo venían ocurriendo en algunos sectores de la capital y cuya característica común a todos ellos era el apuñalamiento por la espalda de las víctimas, sin embargo, era simplemente “El Malandrín”, o El Malandra”, o “El Pelacaras”, como preferían nombrarlo los alguaciles puesto que, copiando a las bandas de salteadores rurales que asolaban los llanos de Maipú, los cerros de Teno o los valles de Quillota, descueraba el rostro de sus víctimas para dificultar su reconocimiento, retardando de esta forma las investigaciones.
“El Malandra” sabía que no era ni sería, a todo esto, una leyenda, como era el caso de aquellos que, como el hacendado Paulino Salas, alias “El Cenizo”, aterrorizara los campos del Maule y cuyas hazañas en beneficio de los más pobres quedaron por largo tiempo en la memoria del pueblo. “El Malandra”, en cambio, era un vulgar ladrón y asesino que se sabía cobarde, guiado sÓlo por sus bajos instintos de rapiña, e incapaz de albergar ningún sentimiento de nobleza.
Pero el sujeto tenía, aunque egoístas, sentimientos que lo hacían soñar despierto en su madriguera que orillaba con el Cañadón de don Diego, convertido hoy en avenida Brasil. Se veía por las tardes, después de la siesta, haciendo su aparición por las tabernas y ramadas; que, alejadas de la zona urbana, se instalaban al final poniente de la Cañada o en el barrio de la Chimba; envuelto en una larga capa granate que bordeaba sus tobillos. En sus sueños cambiaba los harapos; su ropa de trabajo; por un sombrero apuntado, una camisa con encajes, un levitón anticuado de alto cuello y de anchas solapas cuyas puntas tocaban el nacimiento de las mangas, un chaleco de raso, pantalones negros y botines acordonados por sobre los tobillos. Su mano izquierda, en su estado onírico, se le aparecía mostrando dos grandes sortijas en los dedos índice y anular, mientras en la derecha sostenía un bastón con borlas. La combinación de prendas y de colores pasados de moda, con otros muy en boga, hacía que su atuendo fuera un conjunto en el que predominaba el mal gusto, pero que hacía que él se sintiera elegante como para exhibir su pequeña estatura; que se elevaba a sÓlo un metro y cincuenta y cinco centímetros del suelo; por entre las chinganas, donde los guitarrones, junto al arpa, el rabel y la vihuela, lanzaban los aires de fandangos y sirillas.
________________________________________________________
Con su mirada aviesa y huidiza el Roseco, desde el entarimado que dominaba la Plaza de Armas de la Capital del Reino observaba, aquella mañana, a la multitud de indios, negros, zambos y mulatos que se congregaban a su alrededor, y a las damas de la sociedad y a los señorcitos que se protegían, bajo las arcadas de los portales, de los intensos rayos solares del caluroso verano que caían verticalmente sobre la explanada donde prevalecía el polvo en lugar de la vegetación.
________________________________________________________
En medio de sus sueños; y como ocurría, en la realidad, de tarde en tarde; escudriñaba en busca de caras conocidas entre los parroquianos que comenzaban a acudir a las ramadas. En sus fantasías sentía que en sus faltriqueras llevaba una buena provisión de moneda dura, que a cada momento palpaba por sobre su ropa, producto, como era de imaginar, de una fácil cosecha en la noche anterior, suficiente como para alardear generosamente e impresionar a los mestizos del centro de la ciudad, y a los jóvenes aristócratas calaveras; a quienes tanto envidiaba; que acostumbraban a visitar, en sus días de juerga, las ramadas de los arrabales en busca de diversión.
En su imaginación, las sombras de la tarde otoñal que se extinguía, ya caían sobre la ciudad, mientras, fuera de las chinganas, la oscuridad de la noche comenzaba a envolver los senderos haciéndolos, a cada momento, cada vez más peligrosos. “El Roseco” era cobarde, sólo atacaba sobre seguro, y esa oscuridad por la que transitaban otras almas le asustaba. Era, entonces, cuando los sueños de “El Malandra” se transformaban en una siniestra pesadilla. Temía ser el blanco de algún puñal traicionero que sorpresivamente surgiera, tal cual él acometía, desde las sombras.
Al verse solo, como otras tantas veces ocurría, volvía la recurrente pesadilla y volvía, también, en medio de sus temores, a deslizarse, una vez más, fuera de la ramada para montar su jaca que, como siempre, había permanecido amarrada a las puertas de la taberna, y torciendo bridas se veía ascendiendo por la Cañada en dirección a la cordillera, hasta el callejón de García Cáceres, por donde enfilaba hacia su mísero rancho.
“El Roseco” recordaba que aquella noche las alucinaciones habían sido más opresivas que de costumbre, y que un extraño presentimiento lo embargaba. Reavivó en sus recuerdos el fuego desde los tizones que humeaban en el tosco brasero de cobre, bajo el añoso árbol que cubría con sus ramas el rústico techo de su rancho, y se dispuso a calentar un mate al que antes de beber le agregó abundante aguardiente. Un viento suave y cálido había comenzado a soplar como preludio de una lluvia otoñal que se anunciaba, mientras la claridad de una luna en cuarto menguante disipaba la oscuridad que se escapaba para cobijarse bajo las arboledas. “El Roseco”, no saldría. Los viajeros nocturnos que ingresaban a la capital desde el norte, por el puente de Cal y Canto, y los que provenían desde Valparaíso y que cruzaban por el poniente el peligroso llano de Guangualí, podían sentirse tranquilos. “El Malandra”, descansaría.
Cuando la tenue claridad del alba, que anunciaba el despertar de un nuevo día, y el sueño comenzaba a vencerlo, mientras el fuego de la palangana se extinguía, el ruido seco de unos disparos, que a su cerebro embotado por el alcohol le parecieron distantes y esporádicos, le despabilaron bruscamente, y allí, frente a la choza, estaban los alguaciles.
___________________________________________________________
Los que le conocieron cuentan que “El Roseco”, desde la tarima, entornaba los ojos y giraba, intermitentemente, a izquierda y derecha la cabeza, como si tratara de ahuyentar los recuerdos de cuando fue apresado al interior de su rancho, después de ser denunciado por un conocido concurrente, asiduo de las chinganas, tras ser sorprendido, infraganti, robando la bolsa con monedas de oro desde el cuerpo del parroquiano que acababa de asesinar, a pasos de la posada de la Beñuca, en el barrio de la Chimba, en la ribera norte del Mapocho.
Todos atestiguaron en su contra.
Sintió, de pronto, un nudo que le oprimía con fuerza la garganta, mientras el corazón se le constreñía violentamente y un sudor frío le empapaba el rostro. Alcanzó, entonces, a escuchar el crujir de la trampa, vio, con los ojos desorbitados, girar el cielo, y todo se oscureció.
El cuerpo quedó bamboleándose, suspendido de la horca, mientras el pueblo, en silencio, se dispersaba, y las damiselas y señorcitos, en los portales, se aprestaban a tomar como aperitivo, antes del almuerzo, una copita de jerez.

TIMUR: EL AZOTE DE LA TIERRA

EL AZOTE DE LA TIERRA.

Por Víctor Catalán Polanco

Un paréntesis de silencio pareciera rodear la época y las hazañas del tercer hombre que conquistó el mundo, de aquel que construyó la puerta de acceso a su imperio con pirámides de cráneos humanos, del estratega genial que, sin estudios militares, sin antecesores en quienes inspirarse, sin el estudio de batallas modelos, sin maestros, ideó instintivamente su propia concepción bélica para luego llevarla a la práctica con escrupulosa exactitud aplicando, de propia iniciativa, las leyes y principios que han regido las campañas clásicas de la historia.
Junto a Alejandro Magno, rey de Macedonia, y a Gengis Khan, fundador del primer imperio Mongol, fue Tamerlán el tercer gran conquistador. Nacido en el año 1335 como Timur-i-lang o Timur el Cojo, en la Ciudad Verde, camino a la legendaria Samarcanda, en uno de los clanes del Asia Central venidos del norte con la Horda Mongólica fundadora de la Horda de Oro, el reino Mongol más occidental.
Acompañado por los nostálgicos recuerdos de antepasados desaparecidos, dueños de las montañas del norte, más allá del desierto de Gobi, evocados por su padre, transcurren sus primeros años en medio de caballos y de guerras fingidas con otros muchachos de su edad, a los que se impone como jefe indiscutido por su extrema seriedad, que a los demás atemorizaba. Esa seriedad haría de la soledad, con sus pensamientos y meditaciones, su compañera y amiga inseparable.
A la muerte de su padre, con Abdullah, su sirviente, se pone en camino hacia el sur, por la senda única que, según sus antepasados, cada hombre tiene marcada.
Timur, el azote de la tierra, se había puesto en marcha................ El mundo empezaría a temblar.
Primero, solo fueron conflictos domésticos entre clanes en los que Timur se vio envuelto. Aunque inexperto en el arte de la guerra, era astuto, y es así que hace amistad con el Khan Tugluk, logrando que abandone pacíficamente las tierras de sus ancestros que éste había invadido, lo que le trae consigo el reconocimiento de su pueblo. El Khan le nombra “Tuman-bashi”, o “capitán de diez mil”, por sus servicios. Sin embargo, tras el retiro del Khan, fracasa en la lucha interna por el poder desatada con sus enemigos. Tugluk, invade de nuevo las tierras, pone orden con energía y somete a todos, incluso a Timur, a la obediencia, pero la sumisión de éste es aparente y Timur se rebela, siendo condenado a muerte por el Khan. Con la ayuda de algunos fieles servidores huye entonces al desierto y se une con su cuñado Hussayn, jefe de otro clan, en una alianza para someter a otras tribus del desierto y combatir a los guerreros invasores de Tugluk.
Tras una corta guerra el Khan es derrotado y debe abandonar los territorios conquistados, pero poco después, luego de la muerte de Tugluk, su sucesor, Ilias, vuelve a invadir las tierras de Timur pero es también estrepitosamente vencido y expulsado. Hussayn es nombrado, entonces, gobernador por las tribus y la alianza con Timur se rompe, estallando una guerra civil entre ambos que duraría seis largos años, hasta terminar con el triunfo definitivo de Timur y su designación como jefe del gobierno, ungido por los caudillos tártaros.
Timur se apodera de Karshi, de Kharesm, de Urganj y de Herat y extiende sus dominios desde el río Syr-Daria hasta la India y, por el norte y oeste, hasta el mar de Aral y fija su capital en Samarcanda, situada en una fértil cuenca en la orilla izquierda del río Zeravsan.
Timur unía a su astucia, el valor, la energía, la seguridad en sí mismo y un carácter inquebrantable. Tenía una aguda percepción para aquilatar a sus adversarios. Era hábil como organizador y como conductor de grandes masas de hombres. Nada parecía escapar a su conocimiento y era rápido, oportuno y seguro en la toma de decisiones.
En el campo político no admite oposición y es así que a sus enemigos internos los ataca y destruye en forma implacable y despiadada. Pese a su crueldad, protege e impulsa las letras y las artes; desarrolla y da un gran impulso a las construcciones de servicio público; organiza las comunicaciones, postas y correos; regula los impuestos y contribuciones a cambio de trabajo y sobre la base de los ingresos; pone especial énfasis en la justicia, cuya administración ejercita personalmente, sin dejar jamás un delito sin su respectiva sanción ejemplarizadora; prohíbe la mendicidad a cambio de raciones de pan y carne; y, delega en “darogas” o gobernadores, el mando de las provincias de su incipiente imperio.
En la plenitud de su poderío, los instintos del conquistador se despiertan en Timur.
La Horda de Oro, el reino más occidental de los Mongoles, fundado por Batu, nieto de Gengis Khan, domina al norte y al este de los territorios de Timur, y Toktamish, su jefe, no desea que otro poder se levante cerca de él. Seguro de la capacidad y poder de sus fuerzas, cruza el Syr-Daria, penetra en los territorios de Timur y marcha sobre Samarcanda, pero Timur reacciona con rapidez. Viendo que las divisiones de Toktamish se encuentran separadas, las ataca una a una y obliga al Ejército invasor a retirarse.
El efecto que la invasión causa en los clanes que componen el Ejército de Timur hace prever una insubordinación, pero la amenaza de rebelión es sofocada con dureza por el caudillo tártaro, quien asienta con firmeza su autoridad.
Toktamish no se siente derrotado y, esperando sorprender a su enemigo, avanza en pleno invierno, hacia el Syr-Daria, con un poderoso ejército. Timur, desafiando la inclemencia del tiempo y los consejos que lo instan a esperar, avanza, a su vez, en procura de la Horda de Oro hasta tomar contacto y atacar a su vanguardia. Divide a ese Ejército que pretende invadir por segunda vez sus tierras y lo derrota completamente, poniéndolo en fuga y persiguiéndolo en forma implacable.
Con la primavera Timur resuelve ir en busca de la Horda de Oro para lograr su total destrucción, y emprende la marcha dejando atrás el Syr-Daria. Invade el territorio enemigo y cruza la cordillera de Kara Tagh, pero se desatan las lluvias y las nevadas y los elementos detienen a su Ejército. Toktamish, se siente perdido y envía a Timur ofrecimientos de paz que éste rechaza categóricamente. Durante dieciocho semanas, y a través de 1800 millas de territorio ruso, Timur persigue implacablemente a Toktamish que huye, hasta que logra enfrentarlo. La derrota de la Horda Dorada es aplastante, pero el conquistador Tártaro no la persigue hasta aniquilarla. Es el único error que Timur comete y que no volverá en su vida a cometer.
Llevar la guerra fuera de las fronteras de su territorio, no actuar a la defensiva y atacar con la mayor rapidez posible eran las tres reglas fundamentales que Timur comenzaba a poner en práctica y donde están comprendidas la casi totalidad de las leyes de la guerra, a las que agregaría el factor sorpresa, el de perseguir hasta aniquilar totalmente al adversario y la importancia que daría al abastecimiento de víveres y forraje para el ejército, aspecto este último que condensaría en su máxima: “No llevar jamás un Ejército superior al que es posible mantener en una campaña”.
Han transcurrido tres años desde la derrota inflingida a la Horda Dorada y el error de no aniquilarla ha permitido que Toktamish rehaga sus fuerzas y avance amenazante hacia las fronteras de Timur, pero éste no espera y, consecuente con sus reglas, ataca al Ejército mongol y lo destruye, incendia Sarai y arrasa a sangre y fuego Astracán, centro del poder enemigo, prosiguiendo su marcha hasta las cercanías de Moscú, a la que inexplicablemente no ingresa, y en sus puertas mismas le da las espaldas despectivamente y regresa.
Protegidos por armaduras y finas mallas de acero, con escudos pequeños y redondos atados al brazo izquierdo y yelmos puntiagudos, los soldados del Ejército de Timur se distribuían organizadamente en Escuadrones y Regimientos al mando de “Ming-bashis”. Armados de cimitarras, de espadas persas de doble filo, lanzas largas y livianas y también cortas y pesadas, éstas últimas con una protuberancia sólida en su base para romper armaduras, y mazas de fierro, las tropas montaban caballos cubiertos por caparazones de cuero o de mallas y defendidas sus cabezas con piezas livianas de acero.
Los Emires mandaban las divisiones que componían el ejército de Timur y se les distinguía por un Estandarte del León y un Tambor.
La Guardia, estaba compuesta por Soldados escogidos entre los más valientes y entre los que más se habían distinguido por sus hazañas.
Todos los ascensos a los que accedían sus jefes, oficiales y tropa eran concedidos exclusivamente por méritos.
De regreso de su campaña en contra de la Horda Dorada, Timur se propone abrirse camino a través del Cáucaso e inicia su marcha de conquista alrededor del mar Caspio. Después de poner sitio a Kalat y a Takriz, se apodera de todas las fortalezas de la cordillera de Al Burz, límite de la Persia Septentrional, y queda dueño del norte, de los mares Aral y Caspio, de la región montañosa Persa y del Cáucaso.
Con setenta divisiones se dirige ahora al sur, tomando Isfahan, en Persia, y recibiendo el pago de tributo de otras ciudades. Accede a la India por Kabul, a través del paso Khyber, y por Kandahar. Somete al rey de Sijistán, atraviesa la región que va desde Chiraz al Golfo Pérsico y llega a la boca del Indo. Incansable, se dirige ahora al oeste y ataca Ovejas Negras y la ciudadela de Mosul y se apodera de todas las fortalezas del alto Tigris, a 1500 millas de Samarcanda. Derrota a los Muzzafares y pone fin definitivo a la resistencia Persa.
Es el año de 1388, Timur ha cumplido 53 años y es dueño de un gran imperio, después de culminar una serie continuada de triunfos guerreros. La coalición en su contra, por quienes se ven amenazados, no tarda en formarse y la integran el Sultán de Egipto y Señor de Siria, Damasco y Jerusalén, el Sultán de Bagdad y Kara Yussuf, jefe de los turcomanos. A la coalición más tarde se agregaría Bayaceto, Sultán de los turcos.
Timur se apodera de Bagdad, avanza hacia el desierto Sirio, llega a las márgenes del Eufrates, lo cruza y sigue avanzando, hasta detener su marcha hacia el oeste ante la cercanía de las potencias europeas. Mientras los Mamelucos de Egipto recuperan Bagdad, la coalición marcha hacia el este, hasta el Eufrates y el mar Caspio, encontrando poca resistencia, pero Timur no se alarma y, por el contrario, enfila hacia la India, se apodera de Delhi y se desplaza hacia el sur por las ciudades de las orillas del Indo, para regresar, en mayo de 1399, a Samarcanda, ha reorganizarse y emprender, en septiembre del mismo año, una nueva campaña.
El plan de Timur consistía en aliarse con los Khanes Mongoles del Gobi e invadir China, para lo cual, vencida la India, su enemigo más cercano, debía despejar sus fronteras en el oeste y mantener a los Turcos en Europa, o derrotarlos si avanzaban sobre el Asia.
En el oeste, en un amplio semicírculo desde el Cáucaso a Bagdad, la coalición con sus tropas de georgianos, de turcos en la desembocadura del Eufrates, de turcomanos de Yussuf al acecho y de una poderosa fuerza egipcia defendiendo Siria, repartidos en una docena de ejércitos, esperaba a los Tártaros.
Timur establece su base de operaciones en la ciudad de Tabriz y convierte la llanura de Karabah en estación de remonta para su mayor problema que consistía en la provisión de agua y de forraje para el millón de caballos que debían acompañar a su Ejército.
Desde su base envía algunas divisiones contra los georgianos del Cáucaso, situados a su derecha, a los que aplasta fácilmente y, aprovechando los deshielos, envía una poderosa fuerza por el valle de Erzerum la que, en los albores del verano del año 1400, ya se había apoderado de todas las ciudades a su paso, hasta Sivas, llave del Asia Menor. Gira, entonces, y se apodera de Malayta, puerta del sur y marcha contra Siria, toma Aintab, derrota al Sultán egipcio en Aleppo y sigue hasta Damasco, pero nuevas fuerzas enemigas caen sorpresivamente sobre sus espaldas sembrando la confusión con el sorpresivo ataque. Timur, reacciona, reorganiza sus divisiones y contraataca, despejando el campo, y se retira hacia el norte no sin antes enviar una división hasta la costa de Tierra Santa en persecución de los egipcios, hasta Akka, y de varias otras divisiones hacia el este, a sitiar Bagdad.
Después de dar descanso a sus tropas, Timur reúne a sus fuerzas en Tabriz, su base de operaciones, y se lanza sobre Bagdad, llave del Tigris, apoderándose de ella a mediados del año 1401. Había recorrido, de uno a otro extremo, todo el arco tendido por sus enemigos, y había derrotado a todos los posibles aliados del Sultán turco Bayaceto, antes que éste apareciese en el escenario. La primera campaña había terminado.
La segunda campaña enfrentaría a los dos más grandes conquistadores de la época: Timur, del Asia, y Bayaceto I, de Europa Oriental.
El Sultán Turco, apodado el Rayo por la velocidad con que se desplazaba, había sucedido a su padre, Murad I, muerto en la batalla de Kosovo, en el año 1389. Bayaceto, había conquistado los Balcanes y la Anatolia, región peninsular de extensas y escarpadas mesetas del Asia occidental o Asia Menor, cerradas por las cadenas de los montes Póntico y Tauro.
El Ejército de Bayaceto, acostumbrado a los triunfos, alcanzaba al medio millón de hombres, y a ellos pasó revista el Sultán turco en Brusa, a comienzos de 1402. A estos regimientos, veteranos y victoriosos en Kossova y Nicópolis, se le unieron los griegos, la infantería Valaca y la caballería de Serbia, comandada por su Rey.
Los informes decían que Timur se encontraba en Sivas, y Bayaceto pensó que entre esa ciudad y Brusa había un solo lugar favorable para enfrentar a su temible adversario. Se movió entonces hacia Ancira, donde estableció su base de operaciones, atravesó el Halys y se internó, hacia el este, en el país montañoso, deteniéndose a sesenta millas de Sivas, en el lugar que pensaba le favorecía, pero Timur con sus Ejércitos había desaparecido.
Ocho días esperó Bayaceto la aparición de su enemigo, pero la única noticia que recibió fue cuando un Regimiento de Exploradores de Timur atacó sorpresivamente su ala derecha, tomándole prisioneros y retirándose.
Seguro que Timur estaba hacia el sur, Bayaceto avanzó hasta el río Halys, pero no encontró a nadie, salvo la noticia que Timur había rebasado su posición y ahora, a sus espaldas, se dirigía velozmente hacia Ancira.
Bayaceto, rehizo el camino a marchas forzadas hacia su base en Ancira, encontrando los caminos desolados, los campos y aldeas arrasadas y la ciudad en poder el temible Tártaro.
Timur, razonablemente, habiendo encontrado que la región montañosa de Sivas no era apta para su caballería, se había desviado entonces hacia el sur y, separado de los turcos por el río, había rodeado su margen exterior marchando por el valle de Halys, mientras el Sultán turco lo esperaba en el centro.
Cuando Bayaceto llegó a Ancira, donde Timur y sus tártaros, descansados y bien alimentados los esperaban, sus tropas venían agotadas, sin víveres ni agua, después de marchar por más de una semana por zonas asoladas por su enemigo.
Bayaceto, había hecho lo que su genial enemigo quería que hiciera y, después de eso, ya no le quedaba otro camino que atacar Ancira, hoy Ankara, con sus tropas debilitadas y desmoralizadas, ante un resultado que le era predecible de antemano; el aniquilamiento total de sus ejércitos. Hecho prisionero, murió en cautiverio en el 1403.
Ancira, Brusa y Nicea, hasta Esmirna y sus playas, desde donde contemplaron las cúpulas de Constantinopla, fueron dominadas por los Tártaros.
Después de recibir la sumisión de Egipto, Timur despreció Europa y, dándoles las espaldas, regresó a Samarcanda con la intención de preparar la invasión a China.
La campaña, sin embargo, quedaría inconclusa. En marzo de 1405, a los setenta años, en el esplendor de sus glorias, la muerte finalmente lo vencería.
La milenaria China podía respirar tranquila, el Azote de la Tierra había muerto.



ANÉCDOTAS Y CHASCARROS MILITARES


Algunas del casi centenar de anécdotas militares
recopiladas en el libro "¡EN GUARDIA!"


LA GENERALA BUENDÍA.
La leyenda alrededor de la espía chilena conocida como la Generala Buendía, que Jorge Inostroza, en su novela “Adiós al Séptimo de Línea”, a la que le asigna un rol protagónico con el nombre de Leonora Latorre, no es el producto de la imaginación del escritor puesto que el personaje realmente existió. La primera noticia de ella se tuvo fue gracias a una información aparecida en un periódico boliviano en la que se analizaban las razones de la derrota del ejército aliado en la batalla de Dolores; llamada también del cerro de San Francisco; en la que hacía hincapié con ironía que el General Juan Buendía era conocido por la corte que le hacía en Iquique a una jovencita chilena de 14 años, la que era una experta en arrancarle secretos militares.
El Teniente Alberto del Solar confirma, en las páginas de su diario de campaña, la existencia y la amistad de la joven, a la que llama Anita, con el general peruano, a cuyo respecto textualmente dice: "Los rastros dejados por la permanencia del ejército peruano no se habían borrado aún. El más evidente era la desmoralización de las costumbres. Una plaga, plaga en todos los sentidos, de mujeres de mala vida, infestaba a la población. Porta-estandarte de éstas era la famosa Anita Buendía, linda chilena de 18 años de edad, llamada así en recuerdo del famoso general de ese apellido, cuya pasión por la muchacha se hizo célebre, al punto de haberla explotado en descargo de la derrota enemigos políticos de aquel personaje, dentro de su propio país, muy particularmente algunos corresponsales en campaña. Estos aseguraban que Anita era nada menos que espía de nuestro ejército y que el general Buendía, reblandecido por su edad y por los vicios, fue durante largo tiempo su víctima inconsciente. La verdad del caso es que Anita no sólo no negaba su antigua relación con el general, sino que se enorgullecía de ella, si bien resultaba innegable también que la chica era digna de su fama. Linda, picaresca, vivaracha y provocativa, hubiera sido capaz de trastornarle los cascos al mismísimo ejército de Godofredo de Bouillón, con toda la austeridad de su destino”.
La vida de la joven, tal como ocurrió con la vida de Leonora Latorre en la novela, se perdió al final del conflicto, en medio del tráfago de la guerra.


EL CABO LAUTARO.
Tanta, o más importancia que los hechos de armas, tienen en la guerra las vivencias diarias del guerrero. Es allí donde se teje la moral y el espíritu de cuerpo y combativo de las tropas, y donde surgen los sentimientos que fortalecen esos lazos eternos que unen a los combatientes.
Fue en la estación de Lima, cuando la tropa del regimiento se embarcó con destino a la sierra de Junín, que el Cabo Lautaro desapareció misteriosamente, lo que fue interpretado por los soldados como un signo de mal augurio, sembrando entre las cantineras, donde destacaba la esposa embarazada de un Sargento, las semillas de negros pensamientos.
Cuatro días tardó el ferrocarril en cubrir los más de cien kilómetros antes de arribar a la estación de Matucana, tiempo durante el cual se tejieron todo tipo de especulaciones sobre la extraña desaparición del Cabo.
Sin embargo, cuando ya el vivac estuvo instalado y la tropa descansaba, la aparición de una figura inconfundible que apareció en lontananza avanzando a tranco lento por la vía férrea alertó al campamento: sucio, flaco, sediento, cubierto de heridas, después de recorrer los cien kilómetros, y de buscar de pueblo en pueblo, irrumpió, en medio de la alegría de sus amos, el Cabo Lautaro, un hermoso mastín, mascota de la unidad.
Lautaro, nombre del regimiento al que había acompañado desde su fundación en Quillota y con el que había sido bautizado, había ganado sus jinetas de Cabo cuando cazó un zorro antes de comenzar la batalla del Campo de la Alianza, donde cayó herido alcanzado por una bala loca.
Pero...., los reglamentos son los reglamentos y, después de curarle las heridas recibidas en el trayecto desde Lima y de recobrar sus energías tras ser alimentado, el Cabo Lautaro fue arrestado, conducido hasta un calabozo habilitado y sometido sumariamente a una Corte Marcial, siguiendo todos los procedimientos de rigor, acusado de deserción.
El fiscal, como es usual en situación de guerra, pidió, mientras se paseaba con el ceño adusto y las manos entrelazadas en la espalda bajo la carpa donde funcionaba el tribunal, la pena de muerte para el acusado, en tanto el defensor intentaba conmover a los vocales aduciendo, como atenuantes del delito, el prolongado acuartelamiento en la capital peruana y la seducción que ejercían sobre las tropas las hermosas limeñas de ojos verdes.
Finalmente, tras algunas conversaciones en susurros entre los miembros del tribunal castrense, los argumentos de la defensa fueron acogidos, y la pena de muerte pedida por el fiscal fue cambiada por la degradación de Cabo a Soldado raso del acusado, a la aplicación de cincuenta varillazos conmutables por miles de caricias y por el regalo de una “tumba” suculenta, en medio del regocijo general de sus camaradas.
Con el tiempo, y gracias a sus múltiples hazañas en la sierra peruana, Lautaro recuperaría sus jinetas y sobreviviría a la guerra.

EL CENTINELA.

Era, sin lugar a dudas, el típico oficial tropero, de aquellos que sin quererlo se transforman en la imagen del oficial que todos quieren imitar. Educaba a los jóvenes oficiales bajo la típica disciplina de cuartel, sancionando sin tapujos a los que no se encuadraban dentro de las disposiciones de régimen interno y felicitando a aquellos que seguían sus aguas.
Nada escapaba a su ojo avizor. Conocedor de todas las triquiñuelas merced a su dilatada experiencia y a que jamás olvidaba que antes de ser toro había novillo pudo, sin proponérselo y por esas cosas extrañas del destino, comprobar que los oficiales bajo su mando no llegaban, conforme a lo que había ordenado, con los quince minutos de antelación a la diana para controlar los escuadrones y preparar la levantada del contingente.
Siempre faltos de sueño los oficiales solteros exprimían entre las sábanas hasta los últimos minutos y, por consiguiente, se vestían apurados y emprendían veloz carrera para cruzar los cien metros de la plaza Acevedo que separaba el casino del cuartel. Nunca, sin embargo, alcanzaban a llegar con los quince minutos de anticipación ordenados y nunca, tampoco, habían sido sorprendidos.
Pero, como no hay plazo que no se cumpla y deuda que no se pague, no tardaría en llegar el momento de la verdad.
Faltaban cinco minutos para las seis de la mañana cuando el Teniente escuchó el golpe de diana mientras cruzaba a la carrera la plaza Acevedo y, sin detenerse, ingresaba al cuartel de “Guías”, pasando frente al centinela que custodiaba la entrada bajo una gruesa manta de castilla, al tiempo que sentía un fuerte puntapié asestado en sus posaderas y escuchaba una voz chillona que lo reprendía.
- ¡Otra vez atrasado el “huevoncito”!
Indignado, como es natural, el joven oficial se dio vuelta para increpar al insolente centinela pero..., cuán no sería su sorpresa al ver aparecer por sobre la manta de castilla la cara regordeta y colorada, que lo hacía acreedor a que a sus espaldas lo llamaran “Copucha”, del tropero Comandante riéndose burlonamente.
Desde entonces los oficiales se acostumbraron a llegar no con quince, sino con treinta minutos de anticipación a la diana........... y a pasar bien lejos del centinela.

EL “JUSIL” Y LA “MUCHILA”.

Por más que fuera el empeño que le ponían los alféreces aspirantes a jinetes de la gloriosa caballería en los menesteres propios del arma, siempre se les quedaba algo en el “tintero”.
Aseaban el ganado, limpiaban con esmero el equipo, ensillaban y, entre tarea y tarea, no olvidaban de acariciar a sus cabalgaduras y de regalarlos con un pan de azúcar, pero los matungos, con el conocimiento ganado en “mil batallas”, no se dejaban sobornar y en cada oportunidad que se les presentaba dejaban en ridículo a sus jóvenes jinetes ante sus instructores: El Capitán Prá, a quién cariñosamente llamaban “Don Froyo”, y el Teniente Ramón Valdés.
No eran pocas las veces en las que los alféreces, amargados por sus frustrados intentos por hacer bien las tareas, se confesaban sus debilidades entre ellos y, de paso, comentaban con los soldados ordenanzas la instrucción, deslizando, como que no quiere la cosa, los errores cometidos, con la esperanza de obtener, sin pedirlo, algún sabio consejo de la experiencia que se nutre con los años.
No faltaba, como no ha faltado en el curso de la historia militar, el soldado pícaro y ladino que hace de ordenanza, y que entre sus funciones considera la de hacer de amigo, de padre protector, de fiel compañero de alegrías y tristezas, de enfermero y del fiero camarada que cubre las espaldas del jefe a quien sirve, pero que, a su modo, también reprende. Así era el Soldado Pinto.
En cierta ocasión, en que nada salió bien dentro del picadero, lo que motivó que el Teniente Instructor tapara de garabatos y denuestos a los alféreces, éstos regresaron amurrados y cabizbajos a las pesebreras donde se encontraron, en lugar del consuelo y descanso acostumbrado, con un Soldado Pinto enojadísimo, que con voz socarrona y grave, al igual que un padre que recrimina a sus hijos, les espetó como advertencia:
- Si se siguen portando mal con la caballería, mi Teniente Valdés les va a regalar un “jusil” y una “muchila”.
Afortunadamente, para las aspiraciones de los alféreces, las predicciones del Soldado Pinto no se cumplieron.

LOS PAVOS DEL COMANDANTE.

Recién habían arribado los dos nuevos oficiales al Séptimo de Caballería y, naturalmente, esperaban ser objeto de alguna de las bromas tradicionales que se acostumbran en estos casos, sin embargo, transcurrieron los primeros días sin que nada ocurriera, lo que indujo que los alféreces entraran en confianza, que era, precisamente, lo que los oficiales más antiguos deseaban.
Como primera medida se dispuso que los alféreces ingresaran al rol de guardia en calidad de Ayudantes del Oficial de Servicio, como una forma de aprender las tareas propias de ésta función que luego les tocaría desempeñar.
Pero las cosas no se dieron como la esperaban los alféreces, ni tampoco como la preparaban los oficiales, por lo menos en lo que se refiere a uno de los jóvenes.
Tras recibir la guardia, como ayudante del Oficial de Servicio, de manos de su camarada más antiguo, el joven Alférez, a quién llamaban cariñosamente el “Pollo”, acompañó a su instructor en la materia, un Subteniente próximo a Teniente, a la consabida ronda inicial por las cuadras de los conscriptos, las naves, los talleres, el rancho y los almacenes, todas dependencias que fueron inspeccionadas en detalle, dejando el Oficial de Servicio mañosamente para el final los rectángulos y la vega, que quedaban separadas de la calle por el canal “Las Pocitas”, frente al Matadero Municipal, a cuyo lugar llegaban diariamente una numerosa cantidad de gallinazos: aves de rapiña parecidas a los pavos, que se instalaban al “agüaite” en espera de los desperdicios que desechaba el matadero.
- Alférez – le dijo el Subteniente al llegar, indicando a los gallinazos -, aquí están los pavos de mí Comandante. ¡Cuídelos como si fueran suyos! Él, personalmente, se preocupa de ellos y pobre de quien los descuide, porque corre el riesgo de irse derechito arrestado a su pieza.
- ¡Sí, mí Teniente! – contestó el Alférez y, sin esperar respuesta, se acercó a contarlos uno por uno, lo que no le fue difícil pues los plumíferos, recién almorzados, permanecían inmóviles descansando.
Luego de terminada la ronda, y con instrucciones precisas del Subteniente, el Alférez continuó solo con sus tareas, regresando varias veces durante la tarde a contar los pavos del Comandante, tratando de verificar que el número de ellos coincidiera con el registrado al comienzo de la guardia, lo que en cada ocasión se le dificultada cada vez más, pues después de su digestión las aves se movían de uno a otro lado escarbando y buscando algo que comer.
En cada una de las rondas que siguieron a las primeras se hizo acompañar, entonces, por algunos conscriptos, para que lo ayudaran a contar, pues siempre los resultados eran distintos: algunas veces el número de “pavos” era mayor y en otras menor, pero nunca coincidía, lo que lo inquietaba de sobremanera. En todo caso siempre comprobó que los “pavos” estaban ahí, de cuerpo presente.
Al día siguiente, muy temprano, antes de la iniciación del servicio, lo primero que hizo el Alférez fue dirigirse de nuevo a la vega, preocupado por constatar el número y el estado de los “pavos” del Comandante, pero.........., cuál no sería su sorpresa al encontrar el sitio vacío. Inútiles fueron todas las rondas que pasó, sin dejar lugar alguno sin investigar: los “pavos”, simplemente, no aparecieron.
Ante lo tremendo de la situación, imaginando que su corta carrera militar llegaba a su fin antes de comenzar, el afligidísimo Alférez decidió que lo mejor era anticiparse a los hechos y dar cuenta él mismo de lo ocurrido, antes que la desaparición fuera descubierta.
- ¡Mí Teniente! – dijo, apersonándose ante el Oficial Ayudante del regimiento, y agregó -. ¡Los “pavos” de mí Comandante han desaparecido.
- ¿Los “pavos” de quién...? – preguntó el Teniente René Jarpa, sin lugar a dudas sorprendido.
- ¡...De mí Comandante, mí Teniente! – respondió el Alférez algo titubeante, intuyendo que algo extraño sucedía.
- ¿Cuáles pavos, Alférez? – volvió a preguntar Ayudante.
- ¡Los que mí Comandante tiene en la vega, mí Teniente!
- Esos no son pavos, Alférez, esos son gallinazos – le aclaró el Ayudante moviendo la cabeza.
Allí fue, entonces, que el Alférez descubrió que había sido objeto de una broma, pero que, en todo caso, era mejor que haberse ido arrestado si hubiese sido cierto lo de los “pavos” del Comandante.